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Precampaña electoral
Columna
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Barrios

El gobierno gallego ha insistido en la dispersión de nuestra población como factor que ha de ser ponderado a la hora de establecer los criterios que rijan la nueva financiación autonómica. Es un punto de vista ya incorporado hace tiempo entre los que deciden sobre las cifras que se nos asignan, que hace justicia a la realidad del país y que constituye un tardío triunfo del pensamiento galleguista. Este siempre subrayó, en efecto, que el viejo Estado centralista estaba más pensado a la medida de la España de los latifundios y las ciudades que de un territorio con 30.000 núcleos de población.

Sin embargo, no debiéramos olvidar que, como lo ha señalado Xaquín Álvarez Corbacho, lo racional sería agrupar aquellos ayuntamientos que han experimentado una tal pérdida de población que hace insoportables los costes de los servicios que ofrece la administración local. Tampoco que, como lo ha hecho notar Albino Prada, esa dispersión genera unos costes de infraestructura y un uso de los vehículos motorizados -no sé si irracional- que nos sitúan a la cabeza de Europa.

Emergen nuevas culturas sociales que ya se están haciendo notar en sus efectos políticos

Para entender la Galicia de hoy es necesario tomar en consideración el hecho de que la provincia de Lugo, que representa casi la tercera parte de nuestro territorio, apenas si tiene un censo de 355.000 personas, la mayor parte de las cuales en la capital, la franja costera de la Mariña o los debilitados pueblos que articulan sus comarcas interiores, como Vilalba o Monforte. Su campo, mucho más rentable que en el pasado, está, sin embargo, despoblado. Lo mismo puede decirse de Ourense, o del interior de A Coruña y Pontevedra. Cabe sugerir, por otra parte, que la pobreza futura del país no va a estar localizada allí dónde es posible encontrar explotaciones lecheras de cien vacas y más, o vinos que ya alcanzan un cierto prestigio, sino en los barrios de nuestras periferias urbanas.

A lo que hay que prestarle, pues, una especial atención es a nuestras nuevas formas urbanas. Y no sólo, por cierto, a sus funciones económicas -al Vigo industrial, o a las finanzas coruñesas-, o a las vías de comunicación que las articulan. Desde luego, es sobre estos ejes que suele girar el discurso público en Galicia tal vez porque esa visión tecnocrática permite eludir preguntas sobre la ausencia de un auténtico modelo social progresista para nuestro país. Si a ellos se les añade la fantasía de una Galicia homogénea se obtendrá el consenso social sobre el que descansaron las políticas populistas y clientelares que marcaron la reciente historia del país.

Sin embargo, ante nuestras narices se están gestando a gran velocidad nuevos barrios en los que se hacen palpables las diferencias sociales y, en última instancia, de clase. Emergen, de hecho, nuevas culturas sociales -de clases medias satisfechas en los centros urbanos; de nuevas clases obreras en la periferia- que ya se están haciendo notar en sus efectos sociales y políticos y que cada vez lo harán más. Desde la vestimenta y la incorporación de las modas a la conducta electoral, pasando por los usos lingüísticos o la diferenciación social sobre el territorio, una nueva Galicia está naciendo. Su núcleo y las formas de identificación serán decididas, en gran medida, por los límites del barrio al que se pertenezca. Hay que decir que la literatura social tiende a estipular que estos suelen constituirse en torno a las 30.000 almas, aunque, como todas las cosas del espíritu, sus fronteras son místicas.

Identificar con prontitud la emergencia del fenómeno es no sólo asunto de agudeza intelectual. Galicia tiene la ventaja de ser un país pequeño y en el que, por tanto, sería más fácil atajar innecesarios costes sociales, nuevas formas de pobreza y las subsecuentes culturas de la marginación. En definitiva, una excesiva transcripción sobre la ciudad de las crecientes diferencias sociales. Lo que está en juego es limitar éstas desde la acción transversal del Gobierno y generar un modelo apropiado de integración social.

Es cierto que, considerando que nos han gobernado gentes toscas, no en exceso ilustradas, le viene bien al país lo que pudiéramos llamar formas de modernización burguesas -un poco de racionalidad, de planificación, un pensamiento que mire más allá de nuestras narices-, pero también reconocer las también legítimas demandas de los trabajadores, entre otras a un entorno urbano vivo, cálido y estimulante. Si uno lee la prensa puede encontrar desde quejas en torno a un barrio ya de tanta solera, pero tan maltratado, como Agra de Orzán en A Coruña, hasta los conflictos con legítimos propietarios gitanos en nuevos barrios de la misma ciudad o no tan nuevos de Pontevedra. ¿No nos sugieren nada esas noticias, por no hablar del hundimiento del delirio inmobiliario?

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