Un tipo corriente al asalto del Mont Blanc
Rutas asequibles en torno al pico francés, de 4.810 metros, donde nació el alpinismo
Al mirar por la ventanilla del avión, ya cerca de Ginebra, podemos encontrarnos con un paisaje irreal, inquietante. Las cumbres nevadas de los Alpes se elevan sobre el manto de nubes y se adueñan del cielo, como si despreciaran a los que habitualmente nos arrastramos por la tierra, bajo las nubes, y miramos hacia lo alto con reverencia y temor. Allí, en el avión, comiendo patatas fritas y mirando desde arriba a aquellas moles de un gris metálico, atemporal, uno se siente como un intruso que ha violado la intimidad de una reunión muy seria de gigantes. Como un espía. Un espía, todo sea dicho, bastante ridículo e insignificante. Dan ganas de aterrizar de una vez, pero no sólo por llegar y comprobar si te han vuelto a perder las maletas, sino también por volver al lugar que te corresponde. A mirarlas desde abajo.
A la mañana siguiente amanecí en Chamonix, al este de Francia, en el departamento alpino de la Alta Saboya, cerca del Mont Dolent, donde se unen las fronteras francesa, suiza e italiana. Chamonix es un pueblo situado en un valle rodeado de montañas inmensas, de entre 2.000 y 4.000 metros largos de altura, por el que corre el río Arve. Es un típico pueblo turístico de alta montaña, que se extiende sobre la llanura y las laderas adyacentes, con tiendas de moda y de alquiler de equipo para esquiadores, bares, restaurantes, un par de bellas estatuas de célebres alpinistas, buenas casas y edificios de apartamentos. Pero no debemos engañarnos. Podríamos pensar que el desarrollo turístico moderno pervirtió un lugar hasta hace poco idílico, y no es del todo cierto. La razón de ser de Chamonix es, desde hace siglos, el turismo.
Lo cuenta Robert Macfarlane en Las montañas de la mente, editado por Alba, un libro que explica con rigor y pasión la fascinación del hombre por la montaña. En la segunda mitad del siglo XVIII, las montañas dejaron de verse como lugares sencillamente salvajes a evitar y comenzaron a ejercer una atracción a veces fatal en algunos espíritus inquietos. En ellas se podía experimentar el júbilo y el horror al mismo tiempo. Frente a la belleza clásica, frente a la armonía y la medida, frente a la rutina, ofrecían lo sublime: la tensión, el riesgo, la belleza indómita, el vértigo, la conquista y la posibilidad de acariciar la idea de la Muerte. Y el epicentro de esa nueva pasión fueron los Alpes, y particularmente, el macizo del Mont Blanc. Sus moles de granito, neveros, grietas, agujas y glaciares atrajeron a científicos y a los primeros turistas románticos.
A Chamonix, una aldea de mala muerte cuyos vecinos sufrían no sólo la miseria, sino también enfermedades como el bocio y el cretinismo, fueron llegando viajeros en busca de aventuras, sobre todo ingleses. En 1770 se abrió la primera posada. Los campesinos se convirtieron en guías de montaña. El 7 de agosto de 1786, un local, Jaques Balmat, obtuvo la recompensa ofrecida por Horace Bénédict de Saussure, aristócrata y científico considerado el padre del alpinismo, al ser el primero en alcanzar la cima del Mont Blanc. El Mont Blanc, la perla de los Alpes, era el monte más alto conocido de Europa Occidental, y hoy sigue siéndolo con sus 4.810 metros de altitud. En 1816 se abrió en Lausana (Suiza) el Hotel de l'Union, el primero de lujo. Los turistas compraban miel, fresas, cristales y excursiones. Por Chamonix, en el lado francés, pasaron Rousseau, Byron, Goethe, Chateubriand, Victor Hugo, Alejandro Dumas, Mary Shelley y George Sand, entre otros, y sus testimonios y relatos, recogidos ahora en Perspectivas del Mont Blanc, también editado por Alba, atrajeron a más y más visitantes.
Montañas en el teatro
El riesgo se había convertido en un producto de consumo. Albert Smith, un empresario con dotes de actor, mantuvo en cartel durante más de seis años su espectáculo The ascent of Mont Blanc en un teatro de Piccadilly, Londres. Smith relataba su emocionante ascensión rodeado de atractivas acomodadoras vestidas de aldeanas, un perro San Bernardo, un par de gamuzas y dioramas de la montaña. Durante el espectáculo, Smith ocultaba que para subir necesitó un ejército de guías y unas 80 botellas de alcohol. El propio Charles Dickens fue a verlo, y parece ser que le gustó. El éxito de Smith sirve para hacerse una idea de la fascinación creciente que provocaban los Alpes en el público en general, ávido de nuevas sensaciones. A finales del XIX llegó el esquí, y en 1924 se realizaron los primeros Juegos Olímpicos de Invierno. Chamonix había protagonizado la infancia, la adolescencia y la madurez del montañismo. Aunque la gran mayoría de los turistas que invaden el valle y las montañas lo ignore, es la meca mundial de la montaña. Desde allí partieron hacia las alturas los hombres que idearon un nuevo modo de mirar el paisaje de montaña y una nueva manera de experimentar las alturas. Y esa visión, aun sin saberlo, es la que ahora todos compartimos.
El cielo oculto
Al abrir las cortinas de los ventanales de mi habitación vi el pueblo a mis pies y murallas de roca, hielo y nieve delante, al otro lado del valle. Para ver el cielo hubiera tenido que pegar la nariz al cristal, y como no me gusta particularmente tener la nariz aplastada, me quedé sin verlo. No es normal acercarte a una ventana en alto y no ver el cielo, salvo que estés rodeado de rascacielos, por ejemplo. La sensación de que los Alpes me iban a comer me dejó algo intranquilo, aunque supongo que si viajas por allí, no vale la pena lamentarse: te lo estás buscando. Según mi mapa, enfrente estaba el Aiguille du Midi (la aguja del mediodía), y al fondo y a la derecha, envuelto en bruma, el Mont Blanc. Ya habría tiempo de verlo.
En Chamonix, los deportes rey son el esquí, la escalada y el senderismo, aunque hay tantas especialidades diferentes y el vocabulario es tan farragoso para el lego que prefiero no extenderme, para no tener que pasarme una semana navegando por Internet. Baste saber que si hay algo que se puede hacer en una montaña, ya sea en invierno o en verano, aquí se puede hacer. En cuanto a los esquiadores, pueden disfrutar de las cinco estaciones que salpican el valle. Aquí son igual que en todas partes: hordas centelleantes y coloridas de deportistas que, para colarse, se dan codazos en los remontes con la misma pericia que los primeros clientes de las rebajas. En las calles del pueblo se les suele ver muy apresurados, al borde del sofoco, llevando los esquís y los bastones a cuestas, con ganas de quitarse las botas y los cascos y las gafas y los guantes cuanto antes. Además, se lo pasan en grande y disfrutan especialmente cuando relatan sus caídas. En cuanto a los escaladores, es difícil verlos. Como mucho, son un punto a lo lejos, en un lugar en el que tú no querrías estar. Si no, se hallan en los refugios, comiendo potajes para recuperarse, compartiendo experiencias escalofriantes y echándose cremas en los sabañones.
Los senderistas, ya se sabe, son lo más bajo de la escala social. Abueletes, desclasados, esquiadores artríticos, incapaces varios... Son los patitos feos de la montaña. Sueñan con el momento en el que detienen su marcha, recuperan el aliento, se zampan una chocolatina y exclaman: "¡Qué bonitoooo!". Yo pertenezco a este último grupo.
Alquilé unas raquetas de plástico, antiestéticas -no recordaban para nada a las de madera de los Madelman de mi infancia, tan clásicas- y me fui con un amigo esquiador lesionado en el hombro a subir el Col de Possettes. El sendero, helado y muy estrecho, ascendía por un bosque de abetos y alerces, entre inmensas rocas de granito. Todavía hoy podemos experimentar algunas de las sensaciones que atraían a los excursionistas de hace un par de siglos. La soledad en medio de un paraje donde el silencio es casi amenazante, la certeza de que allí no eres ni por asomo la medida de las cosas ni del tiempo, el asombro casi infantil que te embarga al caminar por lugares donde la vista se pierde y todo parece inabarcable y misterioso, como si realmente existieran los duendes y los gigantes... Tras más de dos horas de subida, los árboles escaseaban, el paisaje se abrió y, frente a nosotros, entre las montañas, se derramaba el glaciar del Tour. Desde allí tampoco divisaba el Mont Blanc, pero el paisaje era magnífico, y los juegos de luces, casi infinitos. "¡Qué bonitooooo!". Sacamos nuestras chocolatinas. Abajo centelleaban los tejados de pizarra del pueblo de Le Tour, y por el valle veíamos a los minúsculos esquiadores subiendo por los remontes del área de Balme.
Más adelante caminábamos por el borde de una gran pendiente, y llegó ese momento en el que el camino se bifurca, no sabes cuál es el correcto y te preguntas qué narices haces allí arriba, sin resuello ni chocolatinas ni tabaco, sintiendo cada vez más vértigo, a punto de perderte o resbalar montaña abajo. Un paso en falso y lo mínimo que te puede pasar es que te rompas una pierna o que no puedas volver a sentarte en una semana. Porque aquí las montañas cobran peaje. Risas, las justas. Si ves un helicóptero surcando el cielo, y ves muchos, es poco probable que en su interior viajen algunos privilegiados que van a practicar el último grito, el heliesquí, consistente en que te suelten en algún lugar fuera de las pistas para realizar un descenso exclusivo sobre nieve virgen, sin aglomeraciones. El heliesquí está prohibido en Francia y sólo se puede practicar en las vertientes suiza e italiana de los Alpes. No: lo más probable es que lo que veas sean helicópteros de rescate. Según una estadística no sé hasta qué punto fiable -yo no me fío de casi ninguna-, en el valle de Chamonix muere una persona casi todos los días. Y no es por culpa del tabaco. Pero el momento fatal, ése en el que sientes lo que antes se llamaba sencillamente riesgo y ahora se denomina una descarga de adrenalina, ése que convirtió las montañas en el lugar donde se práctica el montañismo, no duró demasiado. Por suerte o por desgracia, hasta en la alta montaña es raro estar verdaderamente solo. Acabas cruzándote con alguien. Puede ser un corredor, sí, muy serio, con zapatillas, en pantalones cortos y con gorrito. O un esquiador a la antigua con pinta de austriaco. O un senderista acompañado de sus hijos adolescentes y resacosos. Da igual. El caso es que siempre saben más que tú, son menos insensatos y te indican el camino de regreso a la llanura.
Marmotas disecadas
Una excursión en principio más relajada y muy popular consiste en coger el tren cremallera del Montevers, que sube al mirador del mismo nombre. Cuando digo popular me refiero a que el tren no sale hasta que haya al menos un niño de todas y cada una de las nacionalidades del viejo continente. Allí, además de un hotel, hay un pequeño museo en el que puedes ver la fauna local disecada, es decir, las gamuzas, marmotas, zorros, águilas y liebres que jamás vas a ver al natural. Del mirador parte un funicular que baja hacia el Mer de Glace, el mar de hielo, la atracción principal, un lugar mítico. Los glaciares, que antaño se temía iban a asolar el mundo y destrozarlo todo -eran algo así como el peligro amarillo en clave naturaleza-, y que ahora retroceden amedrentados ante nuestro contraataque devastador, siempre han sido muy admirados. Tras el funicular, hay que bajar unos cientos de peldaños para ver una gruta practicada en el hielo cuyo único interés consiste en que las paredes son de hielo. Después hay que subir de vuelta cientos de escalones. Lo aviso por si ustedes, como yo, viajan con niños y no son especialmente masoquistas. Si, de todos modos, son amantes de las vistas amplias y profundas, se puede subir en teleférico, sin escaleras, al Brévent o al Aiguille du Midi. Allí arriba, el panorama se ríe de las fronteras.
La noche antes de partir, al repasar si había hecho los deberes del viaje, caí, lleno de inquietud, en que no sabía si había llegado a ver el Mont Blanc. Desde luego, si lo había visto, fue sin darme cuenta, sin reconocerlo. Lo pensé un rato y acabé por alegrarme. Creo que esconderse tras las nubes es el último truco que le queda al viejo Mont Blanc, tantas veces fotografiado, pisoteado y conquistado, para preservar su intimidad de vez en cuando. Al menos él, un verdadero gigante, sigue siendo capaz de sustraerse a nuestra vista, de jugar al escondite. Así, algunos de nosotros, turistas algo ineptos, no podremos marcar con una crucecita donde dice "Mont Blanc" en la lista de nuestro simpático cuadernillo de "Lugares que no podemos dejar de ver con nuestros propios ojos antes de morir". Bien por el Mont Blanc, claro que sí.
Siete estaciones fuera de serie
» Nicolás Casariego (Madrid, 1970) es autor del libro de relatos Lo siento, la suma de colores da negro (Destino, 2007)
Guía
ir
Los aeropuertos más cercanos a la localidad de Chamonix son los de Lyón y Ginebra.
» Easyjet (www.easyjet.com), tiene vuelos de ida y vuelta a Ginebra desde Madrid, desde 37,98 euros, precio final. A Lyón, desde Madrid y Barcelona, a partir de 37,48 euros. » Iberia (www.iberia.com; 902 400 500), ida y vuelta a Lyón desde Madrid, a partir de 161,72 euros. A Ginebra, 129 euros.
» Air France (www.airfrance.es; 902 20 70 90) ofrece vuelos de ida y vuelta a Lyón desde Madrid o Barcelona, a partir de 84 euros.
» Swiss (www.swiss.com) vuela a Ginebra desde Madrid desde 90,37 euros, ida y vuelta. Desde Barcelona a Ginebra, 42,73 euros.
Visitas
» Tren del Montenvers a Mer de Glace (www.compagniedumontblanc.fr; 0033 4 50 53 12 54). Adultos, 23 euros. Menores de 16 años, 18,40 euros. El billete incluye visitas a la gruta de hielo, el Musée de la Faune Alpine, la Galerie des Cristaux, el Museo del hotel de Montenvers y la exposición de maquetas de trenes a vapor.
Información
» Turismo de Chamonix (www.chamonix.com).
» Turismo Suiza (www.misuiza.com).
» Turismo de Francia (es.franceguide.com).
» Las montañas de la mente: Historia de una fascinación, de Robert MacFarlane, Alba Editorial, 21,50 euros.
» Perspectivas del Mont Blanc, varios autores, Alba Editorial, 22 euros.
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