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Columna
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Hombres locos

El talento humano aparece a veces donde menos puede esperarse. Tal acontecimiento -el directo contacto con el talento se suele producir sutilmente a través de sus obras- es, por sí solo, justificación suficiente para la esperanza en nuestra especie. Solemnizo esta afirmación porque quizá se haya olvidado -nos rodean habitualmente la mediocridad y un sucedáneo barato de inteligencia más reconocible cuanto más dogmático- que el contacto con el verdadero talento produce tanta emoción como placer, tanta dicha como satisfacción por el espacio abierto frente a nosotros.

¿Quién hubiera dicho que esa caja tonta que es la televisión encontraría, al fin, el camino para mostrar que el talento existe? Acabo de tragarme la primera temporada de la serie Mad men (literalmente, Hombres locos). Y ahora Canal+ comienza a emitir la segunda temporada: se trata de un acontecimiento impagable. Mad men 1 muestra en 13 capítulos cómo el folletín alcanza niveles magistrales en el talento creativo y en el organizativo, ya que estamos hablando de una industria con todas las de la ley. No otra cosa es la televisión.

En el 68 están los antecedentes de la generación que vio cómo se urdían las tramas que hoy nos complican tanto la vida

Cuando estos dos elementos, la creación y la organización talentosas, se unen en un equipo formidable que pone a nuestro alcance un pedazo de historia reciente -principios de los años sesenta en Madison Avenue, la calle mítica del negocio publicitario en el que se desarrolla la acción- de influencia directa en lo que hoy somos también en España y permite que nos comprendamos un poco mejor, hay que henchirse de alegría. Y gritar: ¡viva! El director, Matthew Weiner, que fue guionista en Los Soprano, personifica esta obra de arte que, esta vez sí, ha sido premiada con Globos de Oro y Emmys, además de millones de telespectadores, sin haber recurrido al impacto, la pirueta o el espectáculo gratuito y sí, en cambio, a la autenticidad, la sutileza y la inteligencia en este retrato de la vida de nuestros padres o abuelos.

Que el Hollywood actual haya evolucionado en el sentido que muestra Mad men -mejor verla en DVD, sin cortes publicitarios y autoprogramada como acontecimiento- es una magnífica noticia. No todo está perdido. Y Fukuyama, que escribió en alguna parte que "las ideas son una de nuestras [se refiere a Estados Unidos] mayores exportaciones", ha quedado verdaderamente anticuado: la excelencia no tiene otra patria que el arte, también y especialmente -ésta es la novedad- cuando ese arte incluye a una poderosa industria que no se ha distinguido precisamente por trabajar a favor de la excelencia, sino de su contrario. Aunque Los Soprano, The wire y El ala oeste de la Casa Blanca fueron trabajos precursores en esta línea, Mad men es un compendio -real, no imaginario- de las inauditas posibilidades de la televisión. Ya lo dijo Marshall McLuhan: "Los medios de comunicación son formas de arte y debe cuidarse que no estén en manos de ejecutivos tipo Peter Pan". Tan sencillo como eso.

La acción televisiva de estos hombres locos -publicitarios, satisfechos de sí mismos, machistas empedernidos, racistas, hipócritas inconscientes, que utilizan su talento sólo para ganar dinero- sucede en torno a 1962, una época desconocida que, por sí misma y contemplada de cerca, explica lo sucedido en la revuelta del 68 en todo el mundo. Quienes hoy abominan de la progresía del 68 no hacen otra cosa que mostrar su ignorancia sobre los antecedentes inmediatos de esa generación que vio en sus narices cómo se urdían todas las tramas que hoy nos complican tanto la vida. Mad men es una impagable pieza de historia narrada con la sencillez y la inteligencia que merecen acontecimientos humanos cotidianos que de otra forma pasarían desapercibidos. En este trabajo se ve la génesis del autoengaño -llámese publicidad, llámese propaganda- que ha movido el mundo en los últimos 50 años.

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Como complemento eficaz a esta pieza sociológica de primer orden que ofrece el arte televisivo a través de los hombres locos del guionista Weiner, nada mejor que estremecerse con la lectura de Legado de cenizas. La historia de la CIA (Debate), del periodista Tim Weiner. La construcción de mitos es constante y el periodista, pese a trabajar en The New York Times y haber ganado un Pulitzer -ambos títulos apenas garantizan otra cosa que la notoriedad-, desmenuza, mediante el análisis de documentos recién desclasificados, cómo los hombres locos de la CIA no construyeron otra cosa que una fantasía destructiva por absurda. ¿No había para tanto?

Había, desde luego, un delirio flagrante -evidente en las fechas en las que discurre la acción de Mad men- y un desvarío atroz que causó asesinatos, guerras y golpes de Estado, y costó muchísimo dinero colectivo. El libro abre tantos interrogantes que, forzosamente, hay que pensar en la ceguera militante de la especie: empezando por los espías, siguiendo por los voceros de los medios de comunicación y acabando por la gente más normal. Un asombro. Otro aprendizaje pendiente.

m.riviere17@yahoo.es

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