El cuchillo polaco
Encontré el cuchillo polaco cuando llegó el frío. Estaba detrás de los libros de Sinkiewicz y los poemarios de Zagaweski. Mientras lo sostenía con los dientes, a lo cosaco, abrí al azar un libro del poeta y leí estas líneas: "Cómo resuenan las múltiples tropas de mi ejército/ y chasquean al viento las banderas arrebatadas a los turcos".
No recordaba dónde lo había puesto, el cuchillo de Pawel Rouba. Lo guardé poco después de la muerte del gran maestro de pantomima, director y actor, fallecido en marzo de 2007. Una tarde, días después del entierro, fui con Susan, también ex alumna, a ver a su viuda, Irene. Tomamos el té y unas pastas en el piso del Putxet sobrecogedoramente vacío. Entonces Irene abrió una caja y nos mostró la colección de armas blancas de Pawel. Nos invitó a elegir una cada uno. Pawel había previsto que se repartieran entre sus amigos. Susan seleccionó una pequeña navaja, casi femenina. Yo me quedé prendado inmediatamente del cuchillo: un cuchillo de lanzar, delgado y puntiagudo, como un pequeño koncertz, la fina espada para perforar corazas típica de la husaria, la caballería polaca. Al extraerlo de su funda y alzarlo hacia la ventana pareció resplandecer e iluminar la habitación. Pero los cuchillos, aunque representación de instintos más primarios que las espadas, como decía Cirlot, son también grandes armas simbólicas, que hay que propiciar y manejar con sumo cuidado. Los tabúes son muchos. El más importante es que tienes que evitar su uso tanto tiempo como el espíritu de un difunto esté cerca, para evitar herirlo. Así que escondí el cuchillo polaco de la misma manera que traté de enterrar el dolor por la muerte de Pawel.
El maestro polaco Pawel Rouba legó las armas blancas de su colección a sus amigos catalanes
Con el cuchillo, pasado el duelo, han ido apareciendo ahora, como estampas de un paisaje entre jirones de niebla cuando ésta empieza a disolverse, imágenes y recuerdos. He recuperado las pequeñas hojas de cuadernillo en las que tomaba, en los años setenta, apuntes de las clases de Pawel en el Institut del Teatre de la calle de Elisabets. Clases irrepetibles, impredecibles, en las que un día aprendías a caer (enseñanza esencial en la vida), otro la esgrima de bastones y otro más a seducir, a convertirte en águila o a bailar la polca. También la disciplina del cuerpo y del espíritu, pundonor y un hondo sentido de la rectitud (estoy tentado de escribir: honor). Con su metro noventa y cuatro de altura y su cuerpo forjado en la halterofilia, la lucha libre, el remo y la danza -por no hablar de sus genes militares: su abuelo ruso era general del zar-, el maestro nos dirigía con la misma autoridad con la que Sobieski ordenaba a sus húsares apuntar sus armas al ombligo de los turcos a las puertas de Viena. ¡Dalej!, ¡en marcha!; ¡Zlozcie kopie!, ¡bajad las lanzas! (véase The enemy at the gate, Habsburgs, ottomans and the battle for Europe, de Andrew Wheatcroft; Londres, 2008). La comparación con Jan Sobieski y sus legendarios jinetes no es gratuita: Pawel había interpretado a románticos y aguerridos personajes de época en varias películas históricas, como Potop (El diluvio), la versión cinematográfica de una de las grandes novelas de Sinkiewicz, que incluye una bellísima recreación de la carga de los húsares alados contra los suecos o Gniazdo (Cuna), en la que hacía de guardaespaldas del rey polaco medieval Mieszko. También encarnó una vez, lo que hay que ver, a un monje de Montserrat.
A Susan, que sabe bien de pérdidas, se le ha ocurrido que deberíamos hacer algo por la memoria del maestro. Jordi Vila, uno de sus más aventajados alumnos -las mallas le quedaban, desde luego, mejor que a mí-, está ordenando los dispersos materiales de Pawel sobre la historia de la pantomima catalana: quizá se puedan publicar. Alguien debería recopilar información de su método, aunque me dice Irene que Pawel apenas ponía por escrito unas pocas notas de sus clases.
Pawel Rouba recibió un homenaje en el festival de Aviñón de 2007 orquestado por Carlo Boso, pero no ha recibido ninguno aún, paradójicamente, en Cataluña, donde vivía y trabajaba desde 1973 y donde formó a tantos artistas y fue tan admirado. Ya sería hora. De momento, yo ya he recuperado mi cuchillo. Aunque recuerdo que en la última conversación con Pawel, cuando ya estaba postrado por el cáncer, me dijo que un arma no vale para nada si no sabes usarla. Y me explicó la anécdota del rey que le pidió al célebre atamán Chmielnicki su magnífica espada, para devolvérsela al cabo de poco tiempo con una nota, que suscribo: "Debería haber pedido, maestro, también tu brazo".
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