Días de circo
Este año he debido ser muy bueno, porque los Reyes me han traído un futbolín más chulo que un ocho. Con él apuramos los últimos días navideños, tiempo de lecturas y de circo. Como el maravilloso Gran Fele, que ha obtenido el premio nacional de circo y ha dedicado su último montaje a la letra "A". Posiblemente la letra haya inspirado el espectáculo porque, como decía Ramón Gómez de la Serna, "la A es la tienda de campaña del alfabeto" y, por tanto, una gran carpa para cobijar un buen discurso circense como el de Rafael Pla, su director.
Gómez de la Serna se autonombró primer cronista de circo. Leyó una conferencia a lomos de un elefante y pronunció un discurso subido a un trapecio. Allí realizó con franqueza lo que otros oradores hacen sin darse cuenta, columpiarse. Más allá del amor a todo lo que sucedía bajo la carpa, el mérito de Ramón para tan ilustre título fue llevar el humor a la vida y a la literatura con una actitud vanguardista, siempre en la cuerda floja, "entre lo evidente y lo inverosímil, entre lo superficial y el abismo, entre lo grosero y lo extraordinario, entre el circo y la muerte", según confesaba, los polos contradictorios de su obra y de su péndulo vital. Una obra que en su "afán de asesinar el ridículo" es puro circo. Ramón creía en las propiedades terapéuticas del circo. Se preguntaba si podría curar el cáncer. Y dejaba constancia de la idiotez de los poderosos "que no varían después de haber estado en el circo, y siguen tan crueles, tan cerrados, tan obcecados". Al contrario que Ambrose Bierce, extraño periodista americano para quien el circo era un lugar en el que estaba permitido a caballos, ponis y elefantes contemplar al público comportarse como idiotas. Bierce, que era un pesimista, no entendía la magia del espectáculo. Tal vez no tuvo infancia. Fue el décimo de los trece hijos de unos granjeros calvinistas, que tuvieron la ocurrencia de ponerles a todos ellos nombres que empezaban, por la letra A. Sin embargo, a uno todavía le fascina la cara de un niño ante el más difícil todavía, la mirada frente al prestidigitador o la carcajada con el payaso. Tal vez porque, como decía Ramón, en el circo todos volvemos al paraíso primitivo, donde tenemos que ser más justos, ingenuos y tolerantes.
José Bergamín, de quien la Fundación Santander ha editado una excelente antología, a cargo de Andrés Trapiello con el título de Claro y Difícil, fue otro que nunca entendió el circo. Bergamín, llevado de su misticismo, consideraba el circo un espectáculo lamentable frente a la sublimación espiritual de la música callada del toreo. De los artistas de entreguerras constata que, hasta los más grandes, como Apollinaire o Picasso, tienen alma de artistas de circo. Y sostiene que "el arlequinismo de Picasso se salvó, por su genio, naturalmente español, andaluz, que le sacó del circo para llevarlo a las corridas de toros". Bergamín y Ramón, unidos por la paradoja, paracaídas del pensamiento; y separados por las metáforas, la caña de pescar ideas.
Ramón aseguraba que la soñada paz universal se firmaría en una carpa, una de esas noches en que sobre la alta cucaña humana se despliegan todas las banderas; cuando el mundo, al fin, se diera cuenta del sentido humorístico de la vida y acabara siendo un gran circo, franco, sincero y desengolado. Conviene no olvidarlo, mientras los tanques israelíes arrasan Gaza. Hoy, día de Reyes, aún podemos regalarnos con un día de circo. Mañana es miércoles que, dice Ramón, es "día largo por definición".
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