Fundido en negro
España tiene el dudoso honor de ser uno de los campeones europeos del oscurantismo y el secretismo oficial. Los otros que le acompañan en el cajón más elevado del podio son Grecia, Chipre, Malta y Luxemburgo. La falta de transparencia, el cerrojazo informativo por parte de las administraciones públicas a datos que en la mayoría de las sociedades avanzadas están al alcance de los ciudadanos son unas constantes en el comportamiento de la clase política española sin distinción de siglas ni de ideología. No hay cargo público, por escasa que sea su relevancia, que no sostenga como un axioma que la información es poder. Más aún, la inmensa mayoría de nuestros políticos están absolutamente convencidos de ser los dueños de la información. El presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, con ese desparpajo que da la prepotencia mamada desde la cuna ha resumido como nadie esa concepción absolutista del poder: "Qui paga, mana". No está solo. Son muchos los que piensan así. Entre otros, numerosos funcionarios que creen que la información es suya y de quien le mantiene en el cargo. Como regla general, en España toda información se considera reservada por si acaso, olvidando una de las reglas de oro de la democracia: Las instituciones públicas están para servir a los ciudadanos, que son quienes las financian con sus impuestos. Dicho en palabras de Sol Gallego: "La información no es propiedad del que la tiene, sino un derecho del individuo". Puesto en un titular: La democracia está basada en la información.
El pasado mes de octubre el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se comprometía a promover en esta legislatura una ley que garantizara "el mayor acceso posible a la información pública". Zapatero no dio más detalles del contenido de la ley. En 2004, el programa electoral del PSOE ya prometía la elaboración de esta norma de transparencia pública. Y hasta la fecha. Vale la pena recordar que el primer país que permitió el libre acceso a los documentos oficiales fue Suecia en 1766; Estados Unidos cuenta desde los años 60 del pasado siglo con una legislación que vela por la transparencia informativa y en Europa, con las excepciones citadas, cualquier ciudadano puede solicitar con una llamada telefónica que se le remita, por ejemplo, un listado de todos los contratos realizados por un organismo público durante un periodo determinado de tiempo. En algunos países la Administración viene obligada a responder de inmediato en un plazo no superior a los 14 días de media. En España conseguir ese tipo de informaciones es casi una misión imposible para los periodistas. Para los ciudadanos es, sencillamente, impensable. En nuestro país hay que justificar las solicitudes de la información, pueden pasar meses antes de obtener una respuesta y se cuestiona sistemáticamente qué temas se pueden abordar públicamente y cuáles no.
La Comunidad Valenciana, en este sentido, no es diferente del resto de España. Sólo que en nuestra tierra al fundido en negro, el secretismo y las restricciones se superpone un tono de menosprecio en las respuestas, cuando se consiguen, que hacen de las administraciones, autonómicas o locales, tanto da, unos organismos irritantes. Si es duro de soportar figurar en el furgón de cola en cuanto a la transparencia informativa se refiere, que, además, pretendan tomarle el pelo al ciudadano que pide la información es insultante.
La doctrina Fabra se ha extendido como una metástasis en todos los organismos públicos valencianos. Así no hay manera de saber ni cuánto ha costado el viaje del Papa, ni las listas de espera de la sanidad pública, ni que los ayuntamientos faciliten los contratos urbanísticos. Oscurantismo casi siempre es sinónimo de corrupción. Deberían tenerlo en cuenta los políticos. Y los ciudadanos deberíamos recordárselo más a menudo.
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