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Crónica:PURO TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Moratín da la vara

Marcos Ordóñez

No deja de ser curioso que el señor Moratín, que se presentaba como paradigma de la moderación ("No hallo razón ni juicio en los extremos"), me produzca sentimientos tan enfrentados. De entrada, ¿cómo no me va a caer bien el hombre que dijo, muy à la Stendhal, "sin chocolate y sin teatro soy hombre muerto"? Y el notable traductor de Hamlet, el pionero de la historiografía teatral (Orígenes del teatro español), el impulsor de una (fracasada) reforma de la escena centrada en la búsqueda del realismo (mejor: de la verosimilitud) y el buen sentido, que en 1799 escribe una modélica carta al Juez Protector de los Teatros, "primer documento", afirma Eduardo Vasco, "en el que vemos a un dramaturgo comportándose como un verdadero director de escena". En el otro plato de la balanza tenemos a un sermoneador condescendiente, un teórico que poco predicó con el ejemplo y un colaboracionista como la copa de un pino. Secretario del conde de Cabarrús, protegido del conde de Floridablanca y del mismísimo Godoy, que le hizo viajar por media Europa y le nombró secretario de Interpretación de Lenguas, acabó tomando partido por los franceses: José Bonaparte lo puso al frente de la Biblioteca Real. Sí, sí, era la Ilustración y todo lo que quieran, pero también el jefe de un ejército ocupante. Tuvo mucha potra el señor Moratín. Acusado de "inteligencia con el enemigo", fue condenado a muerte pero se salvó por los pelos: le conmutaron la pena máxima por la de destierro. En Francia, todo un regalo. Ahí hay una buena obra de teatro, ideal para Flotats. Dos actos, dos encuentros. El primero tuvo lugar en París con Goldoni, viejo, enfermo, desposeído por la Asamblea Nacional. El 25 de julio de 1792, poco después del estreno de La comedia nueva en Cádiz. Mientras hablan (de teatro, naturalmente), la muchedumbre devasta las Tullerías y Luis XVI es trasladado al Temple. El segundo, entre Moratín y Goya, sucedió en 1809, en el exilio de Burdeos. En esas conversaciones pensaba yo la otra noche, después de ver el montaje de La comedia nueva o El café, dirigido por Ernesto Caballero, en el Pavón. Las influencias de Molière y Goldoni son palmarias. Con Molière comparte la sátira de los pedantes (Don Hermógenes, el "gran pedantón") y de las "mujeres sabias", esa doña Agustina a la que no cuesta imaginar tomando un soconusco en La Fontana de Oro, mientras que Doña Mariquita, evidente preferida del autor (tan progresista en política como conservador en lo demás), sólo anhela "tener hijos y llevar la casa como Dios manda". De Goldoni toma lo que le resulta más afín: la justeza de tono, el gusto por el detalle, la elegancia del lenguaje, la intriga mesurada. No tiene su olfato dramático, ni su poesía: Moratín es demasiado sensato, con una gracia más adusta y un talante menos dispuesto a abrir las ventanas de la imaginación o el sentimiento. Los diálogos, en un nuevo estilo que podríamos calificar de "alto sainete", son divertidos y brillantes, pero sus personajes son fatigosamente arquetípicos y la estructura está desballestada por la pelmaza reiteración del mensaje: cada vez que aparece Don Pedro es para soltar su filípica sobre los males del teatro en España, y cuando Don Pedro se va a dar una vuelta toma la palabra Don Antonio, el listillo que se divierte con las pretensiones del joven autor de la "comedia nueva". Como reformista, además de latoso, Moratín mezcló la sensatez con el dogma y la moralina: bien estuvo su búsqueda de la verosimilitud escénica, pero Lope, Shakespeare y luego Valle, para citar tan sólo tres cumbres, echaron a volar su teatro sin ceñirse a ella, ni a la cacareada regla de las tres unidades, ni a la voluntad de convertir las tablas en una "escuela de buenas costumbres". Tampoco le lució mucho el pelo, la verdad sea dicha, a la hora de aplicarse el cuento: ha pasado a la historia como dignísimo poeta y completo hombre de teatro, pero mucho me temo, salvo aisladas exhumaciones de la pieza que nos ocupa, que la única comedia que recordaremos de su producción dramática es El sí de las niñas.

Los diálogos, en un nuevo estilo que podríamos calificar de "alto sainete", son divertidos y brillantes, pero sus personajes son fatigosamente arquetípicos

El espectáculo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico está llamado a ser un éxito por el admirable trabajo de sus intérpretes, soberbiamente dirigidos y conjuntados por Ernesto Caballero, destacando la deliciosa doña Mariquita de Natalia Hernández y el misantrópico Don Pedro de José Luis Esteban, y por la finura de escenografía y vestuario, a cargo de José Luis Raymond y Javier Artiñano, un doble túnel del tiempo que te instala casi mágicamente en un café madrileño del XVIII. La puesta fluye de maravilla y está trabajada frase a frase sin perder un matiz ni una intención, pero hay unos añadidos y un remate que no me acaban de convencer. Tres añadidos, concretamente, de los cuales sólo funciona uno, a mi juicio: un bando de 1790 sobre la normativa a seguir por el público de los teatros. No es que sea fundamental, pero complementa el espíritu de la época y está servido con graciosa mímica por David Lorente e Iñaki Ricarte, que también se lucen en los roles de Don Serapio, el "hincha" furibundo y españolísimo, y el camarero Pipi. Los otros dos insertos son reiterativos: la escena final de La destrucción de Sagunto, de Gaspar Zavala, que abre la función (tiene mucha zumba paródica, pero Moratín nos cuenta lo mismo en el inventado fragmento de El gran cerco de Viena, el desaforado tragedión del pobre don Eleuterio), y el poema que le sigue, La poesía dramática, que Caballero pone en boca de Don Pedro de Aguilar: tampoco hacía falta que nos soltara en verso la teórica que nos atizará luego repetidamente en prosa. El remate es una modernez un tanto chirriante: para solventar el "ingenuo didactismo" del forzado final feliz, en el que el raisonneur decide hacerse cargo del autor fracasado y su desdichada familia, los personajes aparecen en una suerte de plató televisivo, con focos y cámaras visibles, como si acabaran de recibir el premio de un concurso. Con todo, insisto en lo dicho: los intérpretes están que se salen.

La comedia nueva o El café. Leandro Fernández de Moratín. Versión y dirección: Ernesto Caballero. Asesor de verso: Vicente Fuentes. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Vestuario: Javier Artiñano. Escenografía: José Luis Raymond. Teatro Pavón de Madrid. Elenco: Vicente Colomar, David Lorente, Yara Capa, Natalia Hernández, José Luis Esteban, Carles Moreu, Iñaki Rikarte, Jorge Martín. Hasta el 25 de enero. Viajará en febrero y marzo a Logroño, Lugo y Valencia. teatroclasico.mcu.es/

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