Papá, ven en tren
Después de un par de años sin viajar en avión, y habiéndolo hecho en las dos últimas semanas por motivos laborales, me permito trasladar ciertas sensaciones. Cuando llegas al aeropuerto, comienza el tormento. Inicialmente, se enfrenta uno a la tecnología de las máquinas para expedir la documentación. A continuación, no sé cuántas veces hay que enseñar la tarjeta de embarque y DNI. Luego, toca desnudarse antes de pasar por el arco que detecta los objetos metálicos: monedas, bolígrafos, teléfonos, llaves y demás artilugios, a la bandeja; el cinturón, fuera de su sitio y los pantalones por el suelo; la bolsa de aseo, sin líquidos, y sin perder de vista el ordenador, que en algunos casos desaparece. Ya en el avión, cada día hay menos distancia entre los asientos y nos llevan encajonados (imposible desplegar un periódico para su lectura) y el personal de cabina se permite decir que disfrutes con el vuelo. Han suprimido la comida y la bebida gratis, pero empieza la recaudación de la compañía y sus productos. Como estamos en crisis, suelen ir llenos y no hay manera de adoptar una posición cómoda. Por si fuera poco, en tierra habías solicitado las filas del medio, donde hay una mayor amplitud, no existiendo posibilidad por ocupación y observas que quien lo usa es personal afín a la compañía que, además, tiene trato de favor, pues escuchas cómo se le ofrece tomar cualquier consumición, sin ningún rubor.
Ahora, además, el límite de permisividad con los móviles se ha incrementado y algunos casi siguen hablando hasta el despegue y vuelven a hacerlo, con necesidades imperiosas, cuando todavía el avión está rodando, para decir eso de "ya he llegado".
Al final, hay que agradecer que estés en tu destino y con todos los objetos personales... ¡Qué más se puede pedir!
Ojalá se agilicen las gestiones de puesta en marcha generalizada del AVE, y recuperemos ese eslogan de "Papá, ven en tren".
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