El buen gobierno corporativo en época de crisis
La profunda crisis por la que atraviesan las economías occidentales afecta también a los modelos de buen gobierno de las sociedades cotizadas difundidos en los últimos años. No podía ser de otra manera. Uno de los motivos principales del descalabro ha sido la falta de rigor de los administradores de las compañías. Otro, el hecho de que el poder económico había asumido de facto una potestad normativa (la hasta hace no mucho alabada autorregulación) desplazando a su titular natural, el poder político.
Apelar a la ética de las personas o a un cambio de la cultura empresarial está muy bien, pero no es, por desgracia, suficiente. Habrá que definir e implantar (¿ha muerto la época de las recomendaciones?) modelos más potentes y menos vulnerables al móvil del lucro inmediato y a las operaciones especulativas. Antes se buscaba autocontrol, equilibrio, creación de valor y garantías para los accionistas. Ahora, las prioridades son estabilidad, solvencia, eficacia y transparencia.
Apelar a la ética de las personas o a un cambio de la cultura empresarial no es suficiente La crisis ha confirmado que los consejeros ejecutivos no deben controlar el Consejo
Varios aspectos del buen gobierno corporativo han mostrado una extrema fragilidad ante la crisis. En primer lugar, la propia definición de la finalidad de la sociedad anónima cotizada como la creación de valor para los accionistas concebida como aumento inmediato del precio de cotización. ¿Cómo se puede vincular la misión de una sociedad a la volatilidad de la Bolsa? La finalidad de la sociedad no es la satisfacción de los intereses de los accionistas de referencia ni la suma algebraica de los intereses de todos en un momento dado. Es la continuidad de un proyecto estratégico a largo y medio plazo con identidad propia.
En segundo lugar, la idea de que el equilibrio interno de poderes en la sociedad se consigue de forma casi infalible gracias a una estructura mecanicista en la que residiría la técnica del buen gobierno: cuotas de consejeros (mayoría de externos, mayoría de los independientes entre los externos...) y una arquitectura formal predeterminada de órganos y de normas (Consejo, comisiones del Consejo, lead director, reglamentos internos...).
La crisis ha confirmado que los consejeros ejecutivos no deben controlar el Consejo, como sucedía antaño, pero ha revelado también que los consejeros externos independientes no son por sí mismos la garantía de un Consejo sano y eficaz. Frente a la demagogia al uso del buen gobierno, resulta obvio que lo importante no es tener muchos independientes en el Consejo, sino que los consejeros, todos, tengan experiencia de empresa y de sector y capacidad suficiente para analizar y decidir sobre las propuestas. Que el Consejo disponga de consejeros cualificados y capaces, aunque sean dominicales, ejecutivos u "otros consejeros externos". Que los consejeros se conozcan los riesgos del negocio.
Otra enseñanza de la crisis es la necesaria representatividad del Consejo. Para conseguir la saludable separación entre propiedad y gestión en el gobierno societario es fundamental que en el Consejo, los representantes de los accionistas (propiedad) tengan más peso que los ejecutivos (gestión). En las numerosas sociedades cotizadas con accionistas de referencia y en las grandes firmas en las que los inversores institucionales controlan una gran parte del capital social, lo más indicado es que esos accionistas relevantes estén presentes en el Consejo o sean representados por personas (cualificadas y capaces, desde luego) propuestas por ellos. Un modelo de Consejo de accionistas frente al clásico Consejo de ejecutivos autosuficiente, en el que algunos directivos se creen que son los dueños de la sociedad, o el inútil y utópico Consejo de independientes.
Los administradores tienen un grado de responsabilidad formal muy alto, que se intensifica en épocas de crisis: por ejemplo, la responsabilidad por diversificar la actividad fuera del objeto social sin autorización de los accionistas, la responsabilidad por multiplicar los riesgos financieros y contraer cifras de endeudamiento excesivas, la responsabilidad por declarar, o por no declarar debiendo hacerlo, el concurso de la sociedad o la responsabilidad de quienes solicitan la refinanciación de las deudas para ocultar un estado de insolvencia o de iliquidez o la de quienes la conceden sin las garantías oportunas. Pero las responsabilidades deben ser distribuidas correctamente: el dogma jurídico de la responsabilidad solidaria de los consejeros es una locura. Gran parte de las decisiones del Consejo vienen predeterminadas por el equipo directivo, y es éste el que tiene que responder en caso de dolo o culpa (las circulares del Banco de España diferencian muy bien el "Consejo" y la "Dirección"). La mayoría de las responsabilidades por actos de negocio corresponderán a los directivos de las empresas (comités de dirección, directores generales...), no a los consejeros, cuya función consiste en supervisar y en controlar, no en llevar la gerencia de la sociedad.
Por último, me refiero a los conflictos entre la sociedad y los accionistas significativos, una cuestión crucial apenas vislumbrada por los informes y códigos de buen gobierno. El Gobierno y los organismos reguladores deberían pensar, en primer lugar, si es conforme al interés general que los sectores estratégicos de la economía española (energía, banca, telecomunicaciones...) continúen tan abiertos a las inversiones de la competencia internacional como están ahora. Los españoles no entendemos cómo el sector público ha sido desmantelado para acabar dirigido por personas afines al gobierno de turno antes de pasar a manos de empresas estatales o de entidades controladas por el poder político de otros países europeos.
El accionista significativo y quienes a su vez sean sus principales accionistas deben reflexionar sobre las estrategias especulativas que han llevado con frecuencia a tomar participaciones en sectores del todo ajenos al objeto social con la palanca de endeudamientos desorbitados y con el fin muchas veces de consolidar balances de terceros para disimular los resultados negativos de los propios. O sobre la fragilidad de las financiaciones non recourse. Hoy, muchas de esas líneas de financiación penden de un hilo, ya que las cláusulas de reposición de garantías y las de resolución por insolvencia sobrevenida, por cambio radical de las circunstancias del mercado o por modificación de los ratios de solvencia, ofrecen a los bancos acreedores la opción, y quizá en algunos casos la obligación, de cortar el grifo en cualquier momento o bien pueden aconsejar, incluso, a los administradores inmersos en la gestación de operaciones especulativas reconsiderar, por propia responsabilidad, la conveniencia de llevarlas a cabo.
Una vez el accionista significativo está dentro, tiene que ser consciente de que en esa cualidad sus intereses están subordinados a los de la sociedad: ni puede hacer un ejercicio abusivo del derecho de información ni de los demás derechos previstos en la ley, ni puede prevalerse de su condición para promover operaciones vinculadas atípicas, ni puede pretender acceder al Consejo de Administración si se encuentra en situación de conflicto de competencia o de conflicto de interés estructural. Ni puede, por supuesto, lanzar rumores interesados al mercado o publicar hechos relevantes confusos o incompletos. La ley española es clarísima al respecto. Las empresas están nucleadas en torno a un proyecto estratégico aprobado por el Consejo y ratificado por la Junta General con el respaldo de la mayoría de los accionistas. Si el nuevo accionista de referencia es competidor o tiene intereses opuestos a los de la sociedad (y esto último sucederá con frecuencia en el caso de grandes empresas, sobre todo industriales), la ley, como regla general, no le autoriza a interferir en la gestión de la sociedad ni a ejercer las funciones de consejero porque no podría cumplir los deberes de confianza, lealtad y secreto a los que están sometidos los administradores. Si quieren más, que paguen la prima de control a través de una OPA.
No me extrañaría que igual que desapareció la recomendación del límite de edad de los consejeros, está en crisis la categoría de los consejeros independientes, en auge la de los dominicales o en discusión el principio de responsabilidad solidaria de los administradores, vuelva a defenderse la limitación del derecho de voto de los accionistas, otro dogma en revisión del sistema de buen gobierno. Cuando el interés privado del accionista está en conflicto con el interés de la sociedad, es lógico que su derecho de voto se vea limitado e incluso que, en defensa de todos los demás accionistas, pueda ser excluido cuando se trate de un acuerdo en el que se manifieste expresamente ese conflicto.
Éstos son, entre otros, los temas de la agenda del buen gobierno de finales de 2008. Nada hay inventado. Detrás de cada una de las líneas anteriores puede el lector poner nombres y apellidos.
Rafael Mateu de Ros es socio de Ramón y Cajal Abogados.
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