La chica con mejor inglés de Siberia y otros relatos
Un corresponsal que acoge viajeros, un imitador de Raphael y un viaje en tren y autobús por las planicies asiáticas
Clac, clac, clac... Cientos de moscovitas abandonan a paso ligero un tren de cercanías. Son las ocho de la mañana y hace una hora que aterrizamos en Moscú, primera etapa de un viaje que nos llevará hasta Mongolia. De un lado, una metrópoli con 16 millones de habitantes donde el capitalismo más ostentoso convive con los restos del comunismo: la hoz y el martillo, una limusina; un busto de Lenin, otra limusina. Del otro, el país con menor densidad de población del planeta, donde la naturaleza campa a sus anchas. Entre ambos, 4.400 kilómetros que recorreremos por la ruta del transiberiano. Pero para eso aún quedan cuatro días.
MOSCÚ
Resulta difícil moverse con la mochila a cuestas por el metro de Moscú, el más bonito del mundo, pero también el más transitado: nueve millones de personas lo usan a diario. Reconocer el nombre de las paradas en cirílico tampoco es fácil. Fotógrafo y periodista hemos quedado con John en la estación Krasnopresneskaya. ¿Que quién es John? No tengo ni idea. Lo hemos contactado a través de la web couchsurfing.com, una red social desde la que 800.000 viajeros intercambian el sofá de sus casas. Una forma barata de viajar y, sobre todo, más divertida.
Llegamos 15 minutos tarde, pero John nos recibe sonriente: "Había olvidado lo complicado que es el metro la primera vez". Vamos a su piso, en un edificio sucio y destartalado que está por encima de la media de la ciudad: hay que marcar una clave para abrir el portal. Sobre la mesa de nuestro dormitorio, el salón, hay dos guías cortesía de nuestro anfitrión, un neoyorquino de 30 años que, para nuestro asombro, es el corresponsal de un importante medio estadounidense. Nos cuenta que es la segunda vez que acoge a couchsurfers -"creo en la idea"-, pero que nunca ha dormido en el sofá de nadie. Digamos que pertenece a la categoría de enrollado, y nosotros, a la de gorrones.
Después de hacer la compra para llenar la nevera y de comprobar los astronómicos precios moscovitas (¡60 euros la mitad de una cesta!), nos separamos: John se va a trabajar, y nosotros, a descubrir Moscú. Damos un largo paseo. Vemos un montón de florerías -¿novia rusa?, flores diarias- y enormes perros callejeros. Nos cuentan que en invierno hay que evitarles si llevas bolsas; atacan por si contienen algo que llevarse a la boca. Llegamos a la plaza Roja al atardecer y las cúpulas de la basílica de San Basilio brillan como piruletas. Un militar se hace una foto frente al mausoleo donde reposa el cuerpo embalsamado de Lenin. ¿Qué diría la momia si supiera que el palacio de enfrente aloja ahora el centro comercial más lujoso de Moscú?
A las puertas de la plaza está el kilómetro 0, al que la gente lanza monedas de la buena suerte de espaldas. Lo triste es que varias ancianas compiten por recogerlas antes incluso de que toquen el suelo. Es parte del espectáculo. A pocos metros aparca una limusina Hummer, un mastodonte del que salen novia, novio e invitados borrachos. De pronto, el novio sacude una botella de champán y riega a los invitados y a todo el que pasa por ahí. Mi móvil recibe un SMS de John: "¿Qué tal? ¿Cómo va todo?". Qué locura de ciudad.
Los días pasan volando. Vemos el monumento a Gagarin, el monasterio ortodoxo de Novodevichy, probamos el Kvas (una bebida de centeno baja en alcohol que se vende en la calle y beben los niños) y salimos de marcha. O lo intentamos. Los porteros de los pubs llevan un estricto face control: si no eres guay no entras. Y si vas vestido pensando en la estepa mongola, tampoco. Por suerte, hay excepciones y pasamos la última noche bailando con John y otros couchsurfers en el bar Krisis Zhanra. Cuando salimos, ha amanecido y diluvia, así que cogemos un taxi a la rusa: levantamos el brazo y negociamos con el primer espontáneo.
TRANSIBERIANO
Varios ferrocarriles recorren la ruta del transiberiano en una maraña de trenes con distinto número, precio, destino y confort. Las agencias españolas, conscientes de la dificultad, multiplican los precios originales. Y los valientes que se lanzan a comprarlo in situ, por su cuenta, se topan con la (casi) nula disposición de los funcionarios de las estaciones. Hay que dedicarle tiempo al rastreo de un billete. Idéntico trayecto y clase puede duplicar su precio dependiendo de dónde se compre (Moscú-Ulan Bator puede variar entre 200 y 700 euros). Tras nuestra propia odisea compramos un billete en el tren Baikal, el número 10, que va hasta Irkutsk, en el corazón de Siberia. El viaje dura cuatro días y elegimos un compartimento para dos. La intimidad se paga. Económicamente, nuestra opción es absurda: el vuelo cuesta cuatro veces menos. Pero esto es otra cosa...
Cuando llegamos a la estación es noche cerrada. Me acomodo en el compartimento, pequeño y acogedor, con dos cuadritos de plástico. Tras el jaleo moscovita, la expectativa de estar inmóvil durante 82 horas se me hace muy placentera. La locomotora arranca puntual, a las 23.25. El traqueteo me arrulla y me quedo frita en minutos.
Al despertar miro por la ventanilla: árboles, muchos más árboles... La taiga siberiana. Hasta 1904, cuando se inauguró la ruta de 9.288 kilómetros que une Moscú con Vladivostok, atravesar Siberia era un infierno que ahora se ha quedado reducido a este plácido traqueteo. El sol me da en la cara y encadeno una cabezadita con otra. También juego a las cartas, leo y vuelvo a dormir. Estoy a gusto en mi cueva. Sólo la abandono para ir a por agua hirviendo (es gratis). En el vagón no hay un solo cartel en inglés y las revisoras, siempre mujeres, nos dan las indicaciones con gruñidos: "No se usa el baño en las paradas; la ducha cuesta 84 rublos. No, 100. Mejor, 150. Devuélveme las sábanas...".
Cuarenta y siete horas más tarde, a las afueras de Omsk, un mojón blanco indica que hemos entrado en Asia. La desorientación horaria empieza a notarse en un lento jet lag. Entre Moscú e Irkutsk hay cinco horas de diferencia, pero los relojes del tren, y los de todas las estaciones, marcan la hora de Moscú. Aunque está atardeciendo, las agujas marcan las 13.50. Sumado a que llevamos siglos aquí dentro, la sensación es rara. Plagiando a Kapuscinski (El Imperio): "La medida del tiempo se diluye, deja de regir, deja de tener significado. Las horas pierden la forma, se vuelven deslavazadas, lacias como los relojes en los cuadros de Dalí".
El tercer día me decido a pisar la cafetería, donde se reúnen los turistas a comentar sus itinerarios. Una cerveza Baltika cuesta dos euros. Un filete Strogonof, siete. Casi nadie come aquí. La gente se alimenta de sopas de sobre y de lo que compra en los andenes: pescado ahumado, salami, pepinillo hervido, frambuesas... Por la noche, varios hombres rusos se acercan a la cafetería a beber vodka. En la tele ponen una película de porno casero. Los turistas captan la indirecta y desaparecen...
IRKUTSK
Galia, 18 años, llega tarde a la cita en la estación. Nuestra segunda couchsurfer va enchufada a los cascos, es de la etnia buryat -primos hermanos de los mongoles- y maneja el inglés con soltura. Cuando nos cuenta el porqué nos conquista: hace unos años vio un anuncio de clases de inglés gratuitas y se apuntó. Tras unos meses, sus profesores empezaron a hablar insistentemente de Dios. Eran mormones. Con tal de no perder las clases, Galia se bautizó, pero le exigieron más compromiso y dejó de ir. Ahora ha encontrado otra fórmula para seguir practicando: ¡acoger couchsurfers!
Pasamos el día con Galia y su amiga Irina, una estudiante de español que practica con nosotros. Nos llevan a la cafetería Picasso a comer blinis (crepes) de ajo y queso y nos enseñan una bonita iglesia ortodoxa. ¿Cómo se llama? Las amigas se encogen de hombros: "Pues iglesia...". En la calle de Karl Marx, dos gogós en ropa interior bailan tecno en los balcones de un centro comercial para atraer a la clientela. Galia e Irina se parten al ver nuestras caras. Después nos llevan a la plaza de Lenin (una de tantas), pero falta la estatua. Las amigas no saben si la ausencia es temporal o definitiva. Galia querría que se la llevaran para siempre. Irina preferiría que no: "Es nuestra historia".
Anochece y nos vamos a casa de Galia, en un edificio que parece abandonado. El piso sólo tiene una habitación, la de Galia. Sus padres duermen tras una estantería del salón. Galia se muda al sofá para prestarnos su cuarto. El cuarto de la chica con mejor inglés de Siberia.
LAGO BAIKAL
Pasamos tres días en Oljón, la mayor isla del lago Baikal, un tajo con forma de plátano que alcanza 1.800 metros de profundidad y contiene el 20% del agua dulce del planeta. Los buryats lo llaman el "mar sagrado". Por extenso y porque lo consideran uno de los puntos energéticos de la Tierra. En las playas, de un cristalino azul oscuro, hay más vacas que bañistas. El lago permanece helado la mayor parte del año. Y el resto, muy frío. Nos alojamos en el albergue de Nikita, un ex-campeón internacional de pim-pón que ha creado un mini-imperio de casitas de madera. En el comedor sirven a todas horas omul, un pescado delicioso endémico del lago. A pocos kilómetros del pueblo aún están las ruinas del gulag donde los presos envasaban omul para todo el Imperio. Si robabas uno, nos explica el guía con señas, te cortaban la mano.
La última noche nos encuentra en el porche del comedor junto a tres mochileros y tres lugareños que invitan a chupitos de whisky con lametazos de azúcar. No es vodka, pero la intención es muy rusa: emborracharse hasta el sentimentalismo. Aparece un anciano con su guitarra que nos pregunta la nacionalidad. Y sin saber ni una palabra de español, Nikholai se arranca con una excelente y surrealista imitación de Raphael y su Digan lo que digan: "Más dicha que dolor hay en el mundo, / más flores en la tierra que rocas en el mar, / hay mucho más azul que nubes negras / y es mucha más la luz que la oscuridad". OK, vámonos todos al único bar del pueblo.
MONGOLIA
Entramos en Mongolia en autobús. Es pasar la frontera y cambiar el paisaje: la taiga da paso a la sobrecogedora amplitud de la estepa. Ulan Bator asoma como un monstruo gris desparramado entre tanto verde. En la capital viven 1,3 millones de habitantes de un total de 2,5. El resto, casi todos pastores nómadas, se reparten un territorio tres veces el tamaño de España donde la tierra no tiene dueño. La guía previene contra los carteristas de la capital y en sólo dos horas sorprendo a alguien metiendo la mano en mi mochila. Con ayuda de Toro, el dueño del albergue Khongor, organizamos un tour de 12 días por el norte y centro del país que compartiremos con dos mochileros neozelandeses. El precio final por cabeza es de 34 euros al día, todo incluido: alojamiento en gers (la tradicional tienda circular de los nómadas), comida, gasolina, furgoneta, guía, conductor y alquiler de caballos. Qué lejos queda Rusia.
Salimos por la mañana y pronto desaparece el asfalto. Con los baches se esfuma casi todo rastro humano. Poco a poco, la vista y el espíritu se acostumbran a escrutar el paisaje: un rebaño de cabras, algún jinete lejano, un punto blanco (gers), cientos de ardillas, águilas y sencillos altares budistas hechos con piedras apiladas, señal de que Mongolia ha recuperado el fervor budista enterrado por el comunismo. Entre las ofrendas hay billetes, pañuelos azules, botellas vacías, la funda de un volante, la batería de una moto, una muleta... Nuestros traseros empiezan a acusar los efectos de tanto bache y no hemos hecho más que empezar.
La guía tiene un nombre que no sabemos pronunciar y nos dice que la llamemos Oggi. Es una urbanita de 25 años que no tiene ni idea de qué ave es ésa o cuál es aquel río. Hace fotos con su móvil y se siente muy lejana a la época comunista de sus padres. "¡I'm a democracy girl!" ("Soy un chica de la democracia"), chilla con una sonrisa. Oggi nos enseña el truco local para esconderse a orinar: "Me voy a ver los caballos...". Al atardecer llegamos al monasterio de Amarbayasgalant, muy bien conservado. Dentro, un lama imparte la lección a 20 novicios, niños todos. Me acuerdo de la carne de la comida. Oh, oh... Gastroenteritis. Oggi sugiere que me saque sangre de los dedos durante 10 minutos, y el conductor, que ayune y beba mi propia orina. Mejor me encomiendo al paracetamol.
El cuarto día nos cruzamos con un enorme rebaño camino al Sur. Es una cuestión de supervivencia: en enero, la temperatura media (¡media!) baja hasta los -25º C. En el terrible invierno de 2001, algunas regiones perdieron el 100% del ganado, una crisis humanitaria de la que aún no se han recuperado. Los pastores nos piden zumo y nos dejan montar sus caballos. Dos de sus carneros van atados por los cuernos para impedir que monten a las hembras. Más tarde, un hombre junto a una moto nos corta el paso. Dice que ha bebido y que su mujer se niega a continuar; pide que la llevemos a su ger. Por supuesto, decimos, y ella brinca al coche dándole gritos a su marido. No la entendemos, pero como si lo hiciéramos. Todos reímos, incluidos la mujer y el motero borracho.
Llegamos al extremo norte del viaje, al parque natural del lago Juvsugul. Rodeado de montañas, recuerda un paisaje alpino, excepto que está lleno de yacs, unas vacas melenudas que corren que se las pelan. Damos un paseo a caballo y un niño mongol juega a adelantarnos al galope. Por la noche nos desplomamos en las camas del ger. Tiene estufa, pero no hay término medio: con poca leña, nos helamos; con mucha, el calor es sofocante.
Aunque es verano, emprendemos la ruta bajo la nieve y nuestra furgoneta tiene que remolcar a otra incapaz de subir una colina. El hielo nos impide continuar y paramos en un poblado. Al día siguiente, la nieve da paso al sol. El paisaje es precioso, pero el destino lo supera: Terkhin Tsagaan Nuur, el Gran Lago Blanco, está rodeado de cráteres y lava. Subimos al volcán Khorgo Uul para apreciar la vista. El lago refleja el cielo como un espejo.
Tras la última cena, Oggi y el conductor nos invitan a una botella de vodka Genghis Khan y nada parece más adecuado: estamos a las afueras de Kharakorum, la capital original del imperio mongol, el más grande de la historia -en su apogeo controló a la más de la mitad de la población del planeta-, reducida ahora a una villa sin ningún vestigio arqueológico. Es difícil asociar a este pueblo risueño y hospitalario con aquél que en occidente llegó a ser considerado la encarnación de la ira de Dios.
Al día siguiente visitamos el bello monasterio de Erdene Zuu y su muralla con 108 estupas. Después, emprendemos la vuelta a Ulan Bator. Durante el camino recuerdo una imagen del viaje: tres mujeres ordeñando un rebaño de yacs recortadas contra un atardecer tormentoso. Llovía, pero no tenían donde cobijarse. Los mongoles no son amigos de las construcciones: si mañana desaparecieran, el paisaje apenas los extrañaría.
Más propuestas e información en la guía de Rusia
Guía
Cómo ir
» Iberia (902 40 05 00; www.iberia.com) ofrece vuelos directos entre Madrid y Moscú desde 291 euros, tasas y cargos incluidos.
Viajes organizados
» Viajes ICU (www.icu.es) organiza un viaje de 16 días en el Transiberiano, desde Moscú a Pekín, con vuelos desde España, hotel en Moscú, visitas y pensión completa por unos 3.500 euros.
Información
» Oficina de turismo de Moscú (www.moscow-city.ru).
» Visados: Consulado General de Rusia en Madrid (Velázquez, 155. 914 11 29 57) o en Barcelona (Avenida Pearson, 34. 932 80 02 20).
» www.russia-travel.com
» www.couchsurfing.com
» www.mongoliatourism.gov.mn
» http://madrid.rusembassy.org
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