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Columna
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Ingobernable

Andoni Zubizarreta

El pasado sábado, la Real Sociedad conseguía batir al Salamanca con un gol en el descuento de Ansotegi, por cierto central vizcaíno en las filas guipuzcoanas. Lillo dijo que lo habían merecido y que el equipo había tenido fe en sí mismo para perseguir el triunfo hasta el último segundo. Cierto, los blanquiazules pelearon la victoria con el convencimiento de quien cree que el fútbol se mueve con cierto concepto de la justicia y, por tanto, quien más lo intenta acaba consiguiéndola. Hace algunos meses, al final de la pasada temporada, sintieron en sus carnes el efecto de una derrota in extremis en Mendizorroza que dejó al Alavés en la Segunda División y a los txuriurdines con cara de decepción apocalíptica al no conseguir el ascenso a Primera.

Horas después del partido de Anoeta daba inicio la junta de accionistas de la Real que finalizó con la destitución de Iñaki Badiola y el nombramiento de Jokin Aperribay como presidente. Poco le duró la alegría al nuevo mandatario, ya que ni 30 segundos después de ser elegido escuchaba los gritos de dimisión de una parte de los accionistas asistentes. Este hecho debe de estar registrado ya como nuevo récord en el Guinness Book. "Treinta segundos y ya quieren que me vaya", debió de pensar el nuevo dirigente. Me recordó a aquellos campos en los que, según llegabas en el autobús, te encontrabas con esos seguidores del rival que te increpaban con los insultos más variados. Siempre pensaba que, si esperaban al partido, seguro que algún motivo encontrarían para adornarme con sus loas, pero que a falta de 90 minutos para el pitido inicial todavía no era el momento. Algo de eso debió de experimentar Jokin Aperribay, que tuvo que ser protegido por la Ertzaintza y la seguridad privada presente en el Velódromo de Anoeta para poder llegar al lugar de honor, para muchos auténtica silla eléctrica, al que los votos de los accionistas le habían destinado. Viendo las imágenes de San Sebastián, se me ocurría pensar a qué clase de persona se le puede ocurrir hacerse cargo de esta amarga tarea. Si hace años le hubieran preguntado a mi madre si quería que su hijo fuera portero, les habría contestado que ni hablar. Estoy seguro de que, si hoy por hoy le preguntan si le gustaría que fuera presidente de algún club de fútbol, la respuesta volvería a ser la misma. ¿A quién en una situación de confort empresarial, a pesar de la que está cayendo, con su vida privada organizada, disfrutando del anonimato y correctamente orientado, se le puede ocurrir meterse en un berenjenal en el que lo primero que te dicen es dimisión? ¿Hacia dónde se está moviendo el fútbol para que en el club más discreto, en el más tranquilo, se puedan dar los hechos que acontecieron en la madrugada donostiarra?

Tengo la impresión de que la pasión desmedida y muchas veces irracional que se da en los terrenos de juego y que solemos atenuar con aquello de los nervios y las emociones desatadas que genera el fútbol han encontrado un nuevo terreno de juego en las asambleas de socios, en las juntas de accionistas, llevándonos a un sistema tabernario y vociferante en el que muchos creen tener más razón por chillar alto, un sistema en el que el ruido es más importante que las nueces.

Es este otro partido que hay que ganar luchando hasta el último minuto, ya que de él depende no un ascenso o un descenso, sino la supervivencia del sistema.

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