Mefisto enmudece
El gran teatro se reconoce rápido, casi al minuto. Sensación de que estás en buenas manos, de que van a servirte el alcohol más necesario o el agua más fresca, y que al día siguiente o a lo largo de los días volverá el recuerdo como un sueño extraordinariamente vívido, irreal y muy preciso. Claves de "estar en buenas manos": la verdad es instantánea. Y sensata, sobre todo cuando más alucinado es el texto. Los actores no gritan ni se agitan para "animar" sus palabras o "crear acción"; están ahí como si llevaran toda la vida, otra vida. No necesitan lucirse ni demostrar nada. Prueba de fuego: cuando "hablan sentados", y el escenario es enorme y lo llenan con la irradiación de su presencia, y consiguen hacerse escuchar, y que el silencio sea vivo y atento. Los cómicos de la compañía neerlandesa Toneelhuis, dirigida por Guy Cassiers, han hecho tan sólo dos funciones en el Lliure pero a fe que su grifo quedó abierto: Mefisto for ever es el apropiadísimo título del espectáculo, en el que Tom Lanoye (presente por partida doble en la cartelera barcelonesa con Mamá Medea, en el Romea) adapta y amplía la novela de Klaus Mann. Como primera entrega de un Tríptico del poder se creó y estrenó en 2006 en Amberes, donde casi la mitad de la población sigue votando a la extrema derecha, y deslumbró en Aviñón. La trilogía, completada por Wolfkers (2007) y Atropa (2008), fue aplaudidísima el pasado septiembre en el Festival d'Automne de París.
Los actores no gritan ni se agitan para "animar" sus palabras o "crear acción"; están ahí como si llevaran toda la vida, otra vida
Kurt Köpler (superlativo Dirk Roofthooft) no es un cínico arribista como Hendrik Höfgen, el protagonista del Mefisto de Mann. En manos de Lanoye es mucho más complejo, mucho más trágico: un actor (el "gran actor" por excelencia) que pacta con los nazis convencido de que milita en la causa del Bien. Cree, ingenuamente, que podrá mantener su libertad artística y "atacar el sistema desde dentro", y luego, cuando las cosas empiezan a venir mal dadas, piensa que así podrá salvar vidas. "Es usted una gloria nacional", le dice, adulador y astuto, Hermann el Gordo (Josse de Pauw, casi Michael Gambon), nuevo ministro de Cultura, modelado sobre Göring. Durante la primera parte es un espectador fascinado por el juego teatral, por la magia escénica; poco a poco comienza a sugerir, a intervenir, a dirigir. En la segunda parte, previsiblemente, el poder y sus discursos están en el centro de la escena y los actores se han convertido en espectadores impotentes. Hermann no es un nazi de opereta: "Es redundante demonizar a los demonios", dice el sabio Guy Cassiers. Asistimos a los ensayos de la compañía, cada vez más contaminados por "la situación": el enfrentamiento entre Köpler y su mentor, el director Victor Müller (Vic de Wachter), a través de una escena central de Julio César, o la furia con la que Hamlet/Köpler se dirige a Gertrudis cuando el papel de la reina lo interpreta Lina Lindenhoff, la debutante impuesta por el Gordo. Una misma actriz, Katelijne Damen, encarna a la pésima Lina y a la sublime Rebecca Füchs, que ha de emigrar a París tras la llegada de Hitler al poder, y es tan espléndido su trabajo que hasta que no salió a saludar yo creía haber visto a dos actrices distintas. La estructura de "teatro dentro del teatro" adopta tintes sarcásticos (tanto el ministro nazi como el izquierdista Victor Müller consideran "decadente" El jardín de los cerezos) o alucinatorios, como cuando Köpler elige Ricardo III para parodiar a Goebbels y acaba levantando un destructivo autorretrato. Cassiers juega con las pantallas de vídeo de un modo un tanto redundante pero a la postre muy eficaz: amplía elementos del atrezzo para construir imágenes de una gran belleza, casi composiciones abstractas, inmóviles, a las que pronto contrapone ventanas crecientes, planos cenitales o cercanísimos de los actores, cada vez más controlados por el Gran Ojo de los jerarcas, a la manera del gabinete del doctor Mabuse.
Las pantallas cumplen, por igual, cometidos funcionales (mostrar el diálogo entre Köpler en Berlín y Rebecca en París) o simbólicos, como en la impresionante escena en la que el rostro de Goëbbels (Marc van Eeghem), aullando su último discurso en vísperas de la liberación, crece y se multiplica mientras, en un diminuto rincón de la imagen, Rebecca y Angela (Abke Haring), su compañera de exilio, ensayan un fragmento de El jardín de los cerezos como una vela tratando de resistir los embates del huracán. Esas ventanas se abren a calles conocidas, a épocas y teatros parejos: podríamos estar, perfectamente, en el María Guerrero de los primeros cuarenta. Hay un españolísimo falangista "de primera hora" en el personaje de Niklas Weber (Van Eeghem), el actor camisa parda, antijudío visceral, que acaba ejecutado tras acusar a los suyos de formar una nueva élite, traicionando a su "base popular", y un puente onírico que enlaza esta función con Plany en la mort d'Enric Ribera, de Rodolf Sirera, tan similar en tono y procedimientos. En la segunda parte el espacio se vacía y Köpler, cada vez más solo, interpreta sus monólogos bajo unos enormes ventiladores de aspa que giran como lentas y letales espadas de Damocles. Otra sencilla y estupenda idea de puesta: el soliloquio suicida de Hermann el Gordo, cuando los aliados están entrando en Berlín, tiene lugar con el telón metálico bajado y el personaje definitivamente fuera de escena. El dramaturgo Lanoye prolonga la acción hasta los primeros cincuenta: los comunistas toman el poder en Alemania del Este y el nuevo comisario político (interpretado por Vic de Wachter, que daba vida al marxista Victor) llega al teatro para "fichar" a Köpler y trasladarle la flamante consigna de Stalin: "Los artistas han de ser los ingenieros del alma". Reinstalado en su puesto, el rey de los comediantes, que intentó hablar a través de los personajes que interpretaba (y ocultarse tras ellos), recibe la visita de Ángela y una única petición: un sentimiento auténtico, "como hombre, no como actor", tras todos esos años de barbarie. Köpler queda absolutamente mudo, incapaz de pronunciar palabra. ¡Gran arte, señores!
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