Cenas
Lo comentaban la otra noche en Londres, en una de esas cenas a las cuales te lleva algún marido que ha estudiado en la London School of Economics. No era parte trascendental de la conversación, sino un destello de novedad sobre los brillos discretos de De Veers, salpicado entre gemelos azules y manicuras francesas, una idea que había surgido al mirar hacia la pared del salón, de la cual colgaba un impresionista que ya lo quisiera para sus colecciones cualquiera de nuestros museos: parecía que la crisis había llegado también al mundo del arte, ¿no?
Eso dicen. Y no se trataba de crisis de talentos, ni de valores, ni de ayudas públicas al "arte emergente" —qué nombre tan desafortunado: al oírlo tengo la impresión de que una mano invisible hace aguadijas a los jóvenes—. No, se trataba de una crisis en toda regla; de las de cash flow —o como se diga—.
O sea, que eso que contaba la prensa sobre la escasez de fondos en nuestro negociado, tanta que las noticias más alarmantes hablaban incluso de museos en peligro de extinción, era cierto. Y yo que hasta esa cena pensaba que eran exageraciones... Pero entre el primer plato y el segundo entendí la gravedad de las noticias que salpicaban los periódicos —densas como alquitranes— y hasta modificaban el día a día de los museos, se comenta por ahí.
En mi cena sabían de qué hablaban. Allí no había artistas, ni galeristas, ni directores de museo, ni siquiera responsables de una sala de subasta. Estaba sentada a la mesa con los patrocinadores mismos y el escenario que iba percibiendo no era halagüeño. Porque en estas cuestiones de prestigio social, le da a uno por sacar la pasta y la sacan todos, háganme caso. Como el arte deje de estar de moda, como la situación haga necesario invertir en otro fondo más rentable, despídanse de la bonanza.
Qué cosa más rara esta del cash flow. Me lo explican y acabo por visualizar, pazguata, los dos clásicos "debe" y "haber". No sé si de verdad las cuentas han casado alguna vez: lo importante es que antes daba igual y ahora preocupa que no casen. Por eso los museos andan con cautela. Se piensan las exposiciones, no prestan piezas contundentes —como los bancos— por si en un momento de necesidad se vieran obligados a improvisar con lo que hay en los almacenes —quien los tenga—.
Para dar conversación dije, con ese aire de intelectual de izquierdas que a veces se me pone, que mejor menos dinero, que avivaría las imaginaciones, que potenciaría muestras pequeñas y delicadas como la de Saenredam en la Thyssen —una joya súbita en medio del ruido de la ciudad, no se la pierdan—. "Al contrario", dijo el superguapo desde su chaqueta Lanvin, "esas exposiciones no dan dinero. Habrá que potenciar fórmulas de grandes maestros —Picasso, Matisse, Gauguin—".
Se me quedó la cara de tonta que pongo si noto que el de enfrente se ha instalado en la paradoja, un poco cara de cash flow. ¿Cómo hacer ese tipo de exposiciones si nadie quiere prestar sus obras contundentes? Y cuando, en medio del postre, el guapo me preguntó a qué me dedicaba estuve a punto de decirle que era la jefa de mantenimiento de la London School of Economics. Pero opté por la verdad: "Soy historiadora... del arte". "I am sorry". Lo sentía; su voz traslucía cierta sinceridad. Así que la cosa iba en serio. Lo dijo un grupo delirante de los ochenta, Charol, creo: "Sin dinero, ya no hay rock and roll". El estribillo de aquella canción intrascendente no paró de martillear en mi cabeza el resto de la cena: "Qué palo, qué palo".
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