La rigidez constitucional y otras perversiones
A juzgar por lo que hemos visto y oído estos días, la posibilidad de que nuestra Constitución sea reformada en algunos puntos que lo necesitan va a ser muy remota.
Se va cumpliendo así ineluctablemente el pronóstico que algunos llevamos haciendo desde hace años de que la rigidez que la caracteriza empieza a ser la propia de los cadáveres. La vida social y política irá fluyendo por debajo mientras ella permanece quieta y fosilizada en un discurso que tiene sin duda muchos ingredientes duraderos y valiosos, pero que está lleno también, como no podía ser de otro modo, de previsiones anticuadas y de ramas muertas.
Convendrá reflexionar un poco sobre ello antes de que sea demasiado tarde. El momento constituyente español ha sido considerado siempre como un ejemplo de altura de miras e interés general, pero no podemos olvidar que también habitaron en él preferencias oscuras y apuestas de facción. No debemos abandonarnos a esa idea común de que los constituyentes se encuentran iluminados por una luz superior.
La vida fluye y el texto de la Constitución se fosiliza. Su rigidez empieza a ser la de los cadáveres
Jon Elster, uno de los más agudos pensadores contemporáneos, empezó por suponer que la rigidez constitucional era una estrategia tan astuta como la del ingenioso Ulises, que se ató al mástil de su nave para no dejarse emborrachar por el canto de las sirenas. Al final, sin embargo, tuvo que aceptar la evidencia: los actores del proceso constituyente no son tan sobrios y desinteresados; también están dominados por pasiones oscuras y prejuicios ideológicos. Por eso, el momento constituyente es visto por ellos como una oportunidad para blindar con la rigidez del texto constitucional las conveniencias propias. Eso fue exactamente lo que ocurrió en España cuando se planteó la disciplina de la reforma de la Constitución. Verlo desde su lado oscuro puede suministrar provechosas enseñanzas.
El consenso constitucional como decisión basada en la unanimidad o en una mayoría muy dominante puede construirse desde dos puntos de vista. El primero, el más recordado entre nosotros, lo mira como un ejercicio de generosidad y renuncia en la búsqueda de principios de convivencia que puedan ser aceptados por todos. De esto hubo, en efecto, bastante en nuestra elaboración constitucional.
El segundo, que también fue muy real en aquel momento, ve el consenso como fruto de una cruda negociación en la que una minoría impide el acuerdo hasta que sus intereses no se ven reflejados en la decisión. Este segundo fue el caso con la reforma constitucional. Durante todo el proceso, los representantes de Alianza Popular, erre que erre, dieron en la manía de la "unidad" de la patria. Quisieron incluso que fuera un principio inmodificable. Y como viene sucediendo cuando se trata de alcanzar decisiones por mayorías cualificadas, obraron como minoría de boicot. Es ésta una segunda perversión sobre la que conviene advertir.
Se piensa cándidamente que cuando los textos legales contemplan decisiones graves para las que exigen mayorías amplias, están forzando a los actores a comportarse desinteresadamente y ascender a un estadio superior de altruismo y
reflexión. Pues bien, ése no es el caso. Lo que hacen las llamadas "supermayorías" es conferir a las minorías una patente para acudir con las manos libres al mercado de los despojos, y pocos se resisten a eso. No hay más que ver la práctica del Partido Popular en los nombramientos de los órganos constitucionales para saber que las mayorías cualificadas desembocan con frecuencia en un obsceno reparto de tajadas.
El artículo 168 de nuestra Constitución acabó precisamente transformándose en eso. Bajo un procedimiento de insensata rigidez, Alianza Popular blindó sus viejas fobias contra el "separatismo", y ya que se abría el portillo de lo inamovible, la Unión de Centro Democrático solidificó a la Corona, y el Partido Socialista, los derechos y garantías fundamentales. Ése es el artículo 168, y su resultado el que ahora tenemos ante nosotros.
Lo que no se puede tocar tampoco se puede adaptar ni mejorar. Y esto reza tanto para la Corona como para los derechos fundamentales. Todo ello se va a quedar ahí tal cual, fosilizado, como muerto.
Con la carga añadida, además, de que el Consejo de Estado ha dado en la peregrina teoría de que cuando se traten de reformar al mismo tiempo ésas y otras cosas, el procedimiento no se puede desdoblar, y todo va por el cauce imposible. La Constitución va a empezar a parecerse a esos nobles edificios históricos que tienen tal grado de protección legal que es casi imposible poner mano en ellos y acaban en ruinas.
Por eso hablamos a veces de rigidez de cadáver, pues para que la Constitución fosilizada logre cobrar vida es necesario que se obre un triple milagro: que un partido ganador provoque unas elecciones sólo para ello, que las minorías de boicot no se produzcan y, por si esto fuera poco, que el pueblo no se deje impresionar por demagogos y farsantes y se comporte en el preceptivo referéndum como un sujeto sabio y razonable. Desengañémonos, tan sutil y complejo prodigio no se va a producir, y la prueba de ello es que son los monárquicos mismos los que no quieren un referéndum ni por asomo y alguna minoría, como la del Partido Popular, ha tomado como una suerte de rehén a la infanta Leonor y sus derechos, y no va a permitir reforma alguna, ni de las duras ni de las blandas, hasta que no consiga lo que pretende, presumiblemente un frenazo autonómico.
Pero el efecto más perverso de todo ello es que cuando la Constitución misma no abre paso a una agencia sólida de reformas, es decir, cuando desactiva la posibilidad de que un poder constituyente haga las obras de mejora, otros órganos constitucionales tienden a realizar el trabajo por procedimientos informales.
En nuestro caso, ésa ha sido la tarea del Tribunal Constitucional. Muchos han escrito, en efecto, que el tribunal tenía la alta misión de ir construyendo con su jurisprudencia la Constitución misma: el Estado de las Autonomías, la evolución de los derechos ciudadanos, las competencias de unos y de otros, y tantas otras cosas. Y en cierta medida eso ha sido así. Lo que no está tan claro es que sea lo más deseable. Porque al hacerlo, cada sentencia del tribunal se puede ver también como un acto de ese poder constituyente informal, y, claro, acaba por suceder con él lo que antes mencionaba del momento constituyente y lo que todos los días estamos viendo ya.
Todas aquellas intenciones oscuras y prejuicios de facción se ciernen ahora sobre él para poder conseguir a través suyo la constitucionalización de sus deseos e intereses.
Contra lo que pueda parecer, el mercadeo de magistrados y la negociación de sus asientos no son incidentes casuales de un momento político desafortunado y mediocre, sino un efecto previsible de los mecanismos mismos que dispone la Constitución.
La extrema inflexibilidad del texto constitucional unida a las consecuencias no queridas de las mayorías cualificadas pueden dar con el tribunal en el suelo. Un ave de mal agüero pensaría que sus días están contados. No, por supuesto, porque vaya a desaparecer. Lo más probable es que sus sentencias acaben por ser materia de controversias y dudas, se empiece a sospechar de los fundamentos reales de sus fallos, y pierda con ello esa mínima auctoritas que un órgano de tal naturaleza necesita.
No sé si es tiempo de que aprendamos de nuestros propios errores, y dudo de que haya modo de encontrarles solución. Lo que parece claro es que con el deterioro del Tribunal Constitucional y la imposibilidad de la reforma todo el edificio empieza a estar en el aire.
Los obcecados defensores de la Constitución, los de entonces y los de ahora, pueden haberse comportado como esos padres demasiado protectores que transforman a sus hijos en flores de invernadero incapaces de resistir el contacto con la realidad. Esperemos que no, y convoquemos a quienes también lo esperan para buscar el remedio.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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