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Costumbres de la tribu

José Donoso escribió unas memorias de su tribu, con un título que apuntaba a dos sectores de la vida del escritor: la familia y la tribu literaria. Fueron sometidas a los rigores y las estrictas normas del orden de las familias, pero por ahí se encuentran y es aconsejable leerlas. He recordado el asunto porque pasé la reciente fiesta del Thanksgiving, la del Día de Acción de Gracias -importante en Estados Unidos, dotada de antiguos ritos y tradiciones-, en compañía de un grupo de historiadores y profesores de literatura. Descubrí que los historiadores, en este caso dos mexicanos y un norteamericano de origen cubano, tienen una curiosidad no sólo histórica por el gremio de los escritores, vale decir, por la tribu literaria, con sus costumbres, sus manías y sus secretos. La conversación partió porque alguien contó que había estado en una reunión de poetas y novelistas y el tema principal había sido el dinero. La literatura, los libros, las discusiones críticas y teóricas, habían brillado por su ausencia.

Los escritores cuando se reúnen hablan más que antes de dinero, contratos, ventas, y mucho menos de libros
Los escritores malditos están obligados a morirse jóvenes o a cambiar

Me preguntaron qué opinaba al respecto y di una respuesta quizá demasiado esquemática, y más bien desencantada. En los años en que no había dinero en la literatura, se hablaba siempre de literatura, de poesía clásica y contemporánea, de novela francesa del siglo XIX, de novelistas rusos, y se hablaba hasta el cansancio, hasta los amaneceres del café Bosco y del café Iris. Parecía que todos los escritores éramos lectores compulsivos, omnívoros, universales. Además, los autores en ciernes, los aspirantes y letraheridos de toda especie, nos leíamos nuestros trabajos. Si uno obtenía la aprobación de tres o cuatro amigos en cuyo gusto confiaba, sentía una emoción parecida, supongo, a la de ganarse el Premio Nobel.

Ahora, en cambio, ya existe algo de dinero en la literatura. No demasiado. No tanto como la mayoría de la gente cree. No ha sucedido en el mundo de las letras lo que ha sucedido, por ejemplo, en los circuitos del tenis. El resultado, en todo caso, es que los escritores, cuando se reúnen, hablan mucho rato de dinero, de contratos de edición, de cifras de venta, de tarifas diversas, y de libros hablan mucho menos que en épocas pasadas.

Había otro punto que por lo visto interesaba también a mis interlocutores. Ellos citaban casos de escritores, historiadores, ensayistas, que se proponen escribir en un segundo idioma, aparte de su lengua materna. Se trataba sobre todo de gente de habla española o portuguesa que intenta aquí en Estados Unidos, por razones obvias de difusión y de promoción, escribir en inglés. Salieron a relucir algunos casos clásicos: en primera línea el de Joseph Conrad, cuyo nombre de nacimiento, en laPolonia del siglo XIX, era Konrad Korzeniowsky, y que se transformó en uno de los grandes novelistas de lengua inglesa de finales del XIX y comienzos del XX. Ellos sostenían que Fernando Pessoa, el gran poeta portugués, una de las voces mayores de la poesía moderna, había sido otro ejemplo de bilingüismo. Pessoa se educó en Durban, en Suráfrica, y sus escritos de adolescencia fueron sonetos ingleses.

Pero a mí me parece lo siguiente: se puede cambiar en determinadas circunstancias de una lengua a otra. Lo que es muy difícil, en cambio, y quizá imposible, es llegar a escribir en dos lenguas en forma simultánea. Jules Supervielle es un gran poeta francés que nació y se formó en sus primeros años en Uruguay. En los años sesenta conocí a uno de sus hijos, a Jean, casado con una chilena, en París. Jean me describía los esfuerzos deliberados, constantes, infatigables, que hacía su padre, el autor de La desconocida del Sena, para alejarse del español de sus comienzos y profundizar su dominio de la lengua francesa. Prohibía, por ejemplo, que sus hijos, medio uruguayos, utilizaran otro idioma que el francés en el comedor de la casa. Es decir, parece que uno puede cambiar de una lengua a la otra, pero a condición de meterse a fondo, de sumergirse en los mares y en las corrientes subterráneas de la otra lengua y la otra cultura. Se diría que usar dos idiomas al mismo tiempo es paralizante, neurotizante.

Para citar mi testimonio personal, confieso que tengo grandes placeres al leer a novelistas de Inglaterra, de Francia, de Portugal y Brasil, en sus versiones originales, pero de vez en cuando necesito regresar a Cervantes, a Baltasar Gracián, a Clarín, a don Luis de Góngora o a san Juan de la Cruz. Algunos creen que no se puede pensar en español tan bien como se piensa en alemán o como se pensaba en griego clásico, pero no estoy de acuerdo. Se puede pensar en español, en inglés, en italiano y en muchos otros idiomas de este mundo. Si nosotros pensamos mal, no es por culpa de la lengua española sino, me atrevo a decirlo, a pesar de ella.

Otro de los escritores que salieron a relucir fue Vladimir Nabokov, ruso escapado de la Revolución de Octubre y que terminó por pasarse a la literatura inglesa. Pero Nabokov es más bien una prueba a favor de la tesis mía. El padre de Nabokov era un gran burgués liberal metido en la política de su tiempo, mal mirado por los zares debido a sus ideas modernas y después desterrado de Rusia por los bolcheviques. El joven Nabokov, que había recibido una educación bastante pro inglesa, vivió en Londres al salir al destierro y se las arregló como pudo. Después encontró trabajo como profesor en universidades norteamericanas y terminó por pasarse al inglés. Por necesidad, por gusto, por afición a la literatura inglesa. En resumen, no fue exactamente bilingüe. Escribió en ruso en la primera etapa suya y después se pasó con camas y petacas a la lengua inglesa. No sé si su dominio del idioma llegó a ser comparable al de Conrad, que había escapado de Polonia muy joven y por razones en el fondo parecidas a las que movieron algunas décadas más tarde al autor de Lolita: para escapar de los tentáculos asfixiantes del imperio ruso.

La conversación con los profesores de historia y sus mujeres, profesoras de literaturas diversas, se prolongó hasta entrada la noche y habría durado más si yo no hubiera tenido que presentarme en otra fiesta de Thanksgiving. Se habló, por ejemplo, de los poetas malditos. ¿Se puede ser poeta maldito durante toda una vida? A mí me parece que no: los malditos están obligados a morirse jóvenes, o a cambiar. Rimbaud abandonó la poesía y se fue a traficar en las mercancías más diferentes, incluso, según algunas malas lenguas, en esclavos, al norte de África. Neruda fue poeta maldito en la etapa de Residencia en la tierra, en la de Tango del viudo, Barcarola, Walking around, y después, cuando comprendió que esa actitud humana ya no daba para más, renegó de Residencia y se convirtió en poeta épico y comprometido. ¿Y Huidobro? Fue un formidable poeta, pero nunca fue un maldito. Siempre estuvo protegido por las remesas en dinero de su madre y de su familia. No hay malditos bien financiados. "Metafísico estáis", podemos decirle a un maldito, y él es capaz de contestar, como Rocinante: "Es que no como".

Jorge Edwards es escritor.

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