De safari hacia Banyoles
La expedición era, cuando menos, curiosa. Nos dirigíamos a Banyoles hace unos días el ex embajador español en Namibia, novelista y gran cazador Eduardo Garrigues, que, de porte noble y resuelto, parece salido de las páginas de Las minas del rey Salomón, y un servidor, más con aire de escopetero basuto, al objeto de que él visitara por primera vez el Museo Darder. Garrigues (Madrid, 1944), recordarán, es el diplomático que tuvo que comerse en 2000 el marrón de devolver a África al Negro, el célebre y polémico guerrero disecado de Banyoles, que en paz descanse. Eduardo -hemos intimado lo bastante para que me permita que lo llame así- es un tipo estupendo que cuenta unas anécdotas que ni te digo. Apenas le acababa de recoger de buena mañana frente al Círculo Ecuestre -levantó una ceja al ver el estado de mi coche, en el que no hace mucho cargué un tejón muerto- y ya estaba explicándome la ocasión en que, siendo joven diplomático en Nairobi, le reclamaron de los suburbios para hacerse cargo de una pitón que se había merendado a un gran mastín. "Hube de despacharla de un tiro, porque era un peligro para los niños que jugaban en la calle", estableció con un tonillo de simpatía por el reptil que no pude dejar de apreciar. El trayecto estuvo lleno de relatos de esa clase, tan emocionantes que yo iba dando bandazos al volante, poniendo a prueba el aplomo de mi pasajero. "No te preocupes, he pasado momentos parecidos cazando búfalos con el Rey", dijo cuando evitamos por los pelos un camión cisterna a la altura de Sant Celoni.
Eduardo tiene un gran aprecio por el gran white hunter Selous, al que se parece mucho, especialmente cuando lleva sombrero. Yo tengo debilidad por otro cazador profesional, Tony Seth-Smith, un sentimental que tras matar al rinoceronte que atacó a su madre durante un safari en las proximidades del Monte Suswa, conservaba el cuerno del bicho con un trozo del cuero cabelludo de la señora aún enganchado. Mi favorito, sin embargo, es el indómito Ian MacDonald, de la firma Hunters & Guides, al que por su excéntrico comportamiento los africanos llamaban Bwana Kabangi (bhangi es la palabra suajili para marihuana ). MacDonald, que como tantos de nuestros héroes se mató, ay, pilotando su aeroplano, se enfrentó en 1967 a Shetani (Diablo), un leopardo que tenía atemorizados a sus amigos masai cerca de Loliondo. Se fue a por la bestia herida, de noche, con una vieja linterna de queroseno y se salvó sólo porque Singi, su escopetero, mató a machetazos a la fiera mientras esta se ensañaba con el cazador, al que hubo que sacarle una uña que el leopardo le dejó clavada en un ojo.
Entre historia e historia llegamos a Banyoles sin percance y fuimos al Museo Darder. Eduardo, que es autor de un par de novelas que transcurren en África, La dama de Duwisib y Lluvias de hierba, proyecta ahora publicar unos cuentos de temática africana y quiere incluir uno sobre el Negro, así que le interesaba visitar ese escenario de la larga vida de ultratumba del bechuana, para inspirarse. A excepción del decrépito león naturalizado, ante el que disertó, para sorpresa de unos colegiales, sobre la dificultad del brainshot, el disparo certero a la cabeza enmascarada por la melena, el centro le decepcionó un poco. Más aún porque, lo que hay que ver, el vídeo que muestra imágenes del hombre disecado en su vitrina y que es el único testimonio que se exhibe del caso en todo el museo estaba apagado. "No funciona, lo están reparando", justificó con pachorra la taquillera. No nos devolvieron el dinero. Traté de explicarle al contrariado diplomático las complejas relaciones de Banyoles con el Negro que fue tanto tiempo su envenenado legado. Luego le llevé de paseo por el lago, a ver si se animaba. Me contó qué mal lo había pasado aquellos días en Botsuana. "Cuando llegamos con la caja en el pequeño avión al aeropuerto Seretse Khama de Gaborone y vi a toda aquella gente, pensé que iban a lincharnos; luego empezó a tocar la banda de música y me relajé".
Acabamos sentados en un banco de la plaza comiendo unas fresas que yo había adquirido en un puesto de fruta ambulante. Eduardo había comprado unos tomates. "Son igual que los de la finca de mi mujer en Antequera", dijo. Le comenté que mi cuñado, Pablo, era de allí, hijo del poeta José Antonio Muñoz Rojas. Ni toda su experiencia diplomática, acreditada especialmente al tener que lidiar como embajador en Noruega con el asunto Eva Samsung, le impidió poner una enorme cara de sorpresa. "¡Caramba, Jacinto, si somos parientes!". Resultó que sí. Mira que hemos hecho cosas raras juntos, acordamos -viajar al África austral para el funeral de un guerrero disecado, sin ir más lejos-, para ir a descubrir tantos años después, en la plaza de Banyoles, comiendo fresas, una relación de parentesco. Yo lo achaco al Negro, que como bien saben -lo ha contado Iker Jiménez en Cuarto milenio- era en realidad un chamán, con una larga historia a su curtida espalda de maldiciones atávicas, extraños ritos y retorcidas casualidades.
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