Bohemia con 'choucroute'
Y si no nos quedara ni París? Tenía reciente la agradable lectura de Memorias de Montparnasse (Alfaguara), de John Glassco, de manera que decidí aprovechar una corta estancia en la ciudad admirable para volver a visitar La Coupole, el viejo american bar y brasserie en el que había estado un par de veces cuando era muy joven y todo mi empeño era recorrer las estaciones del nada dramático viacrucis sartreano que conducía de Saint Germain-des-Près a Montparnasse. La Coupole, que ahora celebra su 81º cumpleaños, ha sido una institución en la vida cultural parisina desde que se convirtió en uno de los lugares de encuentro de la bohemia. Herbert Lottman, antiguo corresponsal europeo de la revista Publisher's Weekly, ha dejado constancia de ello en al menos tres espléndidos libros publicados ya hace años por Tusquets y que les recomiendo vivamente: La Rive Gauche, La depuración y El París de Man Ray. En cuanto a La Coupole, permítanme que no se la recomiende ni para un apuro. Lo de menos fue que algunos de los componentes de la choucroute garnie con la que me pensaba homenajear estuvieran a) recalentados, y b) correosos como las suelas que masticaba Charlot, o que el encargado de pasear el carrito con las guarniciones golpeara sistemáticamente mi silla y me derramara el Château de Seuil (bastante insulso, por cierto) sobre la chaqueta. Lo peor fue cuando levanté la cabeza al cielorraso y comprobé aterrorizado que la antigua cúpula antes virgen de la que toma su nombre el local luce ahora un horrendo fresco pintado por cuatro artistas (convenientemente multiétnicos, multiculturales y vecinos del barrio) capaz de cortar la digestión al comensal que en él repare. Nada que ver, desgraciadamente, con las discretas pinturas de Alexandre Auffray que todavía decoran algunos de los pilares del comedor. El antiguo templo laico de atmósfera ruidosa y déco en que tertuliaron componentes de casi todas las vanguardias (además de la inefable Josephine Baker y de los turistas nazis de la Wehrmacht) ya no es (ni siquiera gastronómicamente, a pesar de su puesto vitalicio en la Guide Michelin) ni sombra de lo que fue, aunque conserve el vago prestigio melancólico que le confieren reiteradamente los textos nostálgicos de las guías de viaje y su público de turistas despistados (como moi-même) y parejas burguesas y jubiladas del quartier. La próxima vez probaré en La Closerie des Lilas, otro de los supervivientes de la gran época de las brasseries. Y, si también falla, recurriré a McDonald's: un big mac no puede estar peor que la choucroute que me tocó en suerte. Y en cuanto a la clientela, quizás hoy día la bohemia también esté globalizada.
Premio
Leo con preocupación que el Premio Tusquets de Novela, que se da a conocer durante la Feria del Libro de Guadalajara, ha sido declarado desierto por segunda vez. Que entre las 427 obras seleccionadas no hubiera ninguna merecedora del galardón a juicio de un Jurado cuya solvencia está por encima de toda sospecha dice bastante acerca de la calidad de los originales en litigio. Sin duda el veredicto final es un signo de independencia y rigor crítico. Pero también podría interpretarse como una especie de seppuku que se infligen los organizadores. Elegir la novela menos insatisfactoria es, a menudo -y más allá de las vergonzosas corruptelas frecuentes en otros galardones-, una razonable solución para no torpedear al premio bajo su línea de flotación, especialmente si ésta es precaria, como le ocurre a los premios sin mucha historia. Los editores saben perfectamente que hay años de buenas cosechas y otros de malas: en unos y otros la responsabilidad del comité de selección -que es el que filtra la media docena de originales que, finalmente, lee el Jurado- es enorme. Confiemos, en todo caso, en que se cumplan los votos por la continuidad del premio formulados desde Tusquets, una de las más prestigiosas (y con motivo) editoriales literarias del mundo hispánico. En el caso del premio La Sonrisa Vertical no fue así. En cuanto a la escasa calidad de las novelas seleccionadas, pienso que quizás Tusquets pudiera conseguir algo más si suavizara o hiciera menos rígidas ciertas bases de la convocatoria, especialmente las que en la práctica excluyen la presentación de originales de autores representados por los agentes literarios, una figura a la que cada vez recurren con más frecuencia incluso los escritores aún inéditos. Y que, además, ya forma parte inevitable e imprescindible del paisaje literario: para lo bueno y para lo malo. No es una cuestión baladí, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos hablando de un premio que levanta enormes expectativas y que está dotado (para el año que viene) con una bolsa de 40.000 euros.
Ibargüengoitia
Es una verdadera pena que a la vuelta de unos días los ejemplares invendidos de la enorme producción editorial del último trimestre del primer año de la Gran Crisis emprendan el camino de vuelta a los almacenes de las distribuidoras. Otro asunto más que dará que pensar al próximo presidente (a estas alturas de los pactos una presidenta parece definitivamente descartada) de la Federación de Gremios de Editores de España. En cierto modo es como si Santa Claus (antes Papá Noel), abrumado por el peso de la saca de los regalos-refugio, arrojara chimenea abajo y mezclándolos con hollín (esto parece una escena victoriana) los libros que no le dio tiempo a colocar alrededor del abeto navideño adquirido a los depredadores de bosques. Y digo que es una pena porque siguen llegando a las librerías novedades muy recomendables, como Revolución en el jardín (Reino de Redonda), que recoge una selección de las divertidas, luminosas crónicas que Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928-Mejorada del Campo, 1983) escribió durante los años sesenta y setenta para el diario Excélsior y, posteriormente, para el mensual Vuelta. Los entusiastas del escritor mexicano (entre los que me cuento), que falleció en el mismo espantoso accidente de aviación en el que murieron otras 180 personas (entre ellas Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Scorza) cerca de Madrid, descubrirán una faceta aquí inédita del autor de thrillers tan excéntricos e impactantes como Dos crímenes o Las muertas. Un autor insuficientemente conocido entre nosotros y que, como afirma Juan Villoro en el prólogo, "careció de respaldo crítico o académico en un país convencido de que el humor es poco profundo y, en consecuencia, no define prestigios", lo que no deja de ser un juicio perfectamente trasladable a esta unamuniana Piel de Toro en la que, al parecer, no existe más literatura de calidad que la compuesta sub specie aeternitatis. Y a estas alturas del siglo XXI ya deberíamos tener claro que la farsa y la ironía -dos "modos" en los que Ibargüengoitia era un auténtico maestro- son asuntos perfectamente serios. Y del día a día.
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