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Columna
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Un tema de otro tiempo

El otro día, en este mismo, periódico una estupenda foto ilustraba un reportaje sobre el Pablo Picasso escritor, actividad que no habría de llevarle a la fama que le conocemos. Pero eso da igual. En esa foto, de 1944, a manera de recordatorio de una puesta en escena entre amigos de El deseo cogido por la cola, una obrita teatral del pintor malagueño, aparecen ni más ni menos que un guapísimo Jacques Lacan en compañía del mismo Picasso, además de Jean Paul Sartre, Albert Camus, Michel Leiris, la siempre inquietante Simone de Beauvoir y sus moños, y otros singulares representantes de la alta cultura francesa de la época. Todos ellos parecen encantados de haberse conocido, tanto o más que el Scott Fitzgerald de sus buenos tiempos, tarea ímproba si se considera que acaban de ensayar un texto del pintor en uno de los salones de sus hermosas casas. Pero aletea en la foto un cierto resquemor innominado, una inoportuna mala sombra que hace que algunos de los que allí se retratan se miren entre ellos en actitud cómplice mientras que otros prefieren mirar directamente a la cámara que los acoge.

También eso da igual. Estaban en 1944, poco después de la Liberación, contentos y felices de vivir un momento dulce que algo más tarde (pero eso todavía lo ignoraban) acabaría como el ball de Torrent. Sartre renegaría del psicoanálisis a la lacaniana por considerarlo un reflejo más del primer estructuralismo, además de pelearse a muerte con su amigo Camus, que salió seriamente tocado de la trifulca; Leiris sería atacado sin piedad por Louis Aragon por sus pecados surrealistas de burgués pequeñito, Lacan pasó de todos ellos para ocuparse en construir su estupendo personaje a tiempo completo, mientras que Simone de Beauvoir acabaría ajustando sus cuentas con la época en La ceremonia de los adioses y Picasso seguiría pintando hasta casi el momento mismo de su muerte, por si le llegaba la inspiración en el instante menos pensado. Esa foto, y ese reportaje, venían en el periódico el día mismo en que, en las notas de sociedad, sección cumpleaños, se informaba de que Claude Lèvi-Strauss, el maestro innominado de todos ellos, cumplía cien años.

Aquí, una foto de ese calibre quizás podría haberse tomado en la Residencia de Estudiantes de cuando la República, con Pepín Bello al frente de toda aquella alegre muchachada, y algo después acaso en Barcelona, cuando a los del boom latinoamericano les dio por pasar allí una temporadita. Pero ahora mismo en nuestra cultura ¿dónde están los merecedores de parecida instantánea inmortal? ¿Quizás reuniendo frente a la cámara a Miquel Barceló, Pedro Almodóvar, Fernando Savater y Juan Goytisolo, con Juan Marsé asomando por una esquina antes de largarse? ¿Y con qué objeto? ¿De verdad se imagina el lector a esos personajes juntitos en una fiesta casera posando para una foto tan contentos después de pasar un rato divertido? La impresión es que aquellas alegrías de la alta cultura han cedido el paso a las tediosas cenas de matrimonios de los viernes por la noche, y si no echen una ojeada al furioso intercambio de invectivas directas o indirectas que nuestros escritores redactan en sus columnas periodísticas. Descalificarse mutuamente puede ser un juego tan divertido como tantos otros, aunque algo más atroz y, desde luego, mucho más solitario. Y tampoco se trata de hacer el payaso mediático a lo Jiménez Losantos. No es ya que se acabaron los gitanos que iban por el monte solos, sino que las sombrías fiestas de la cultura se celebran en privado y después, con la resaca, acude a la cita la estocada de la columna postinera.

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