Ingeniero
Ante esa siempre actualizada pregunta en nuestro menesteroso mundo contemporáneo de ¿para qué sirve el arte?, hay a veces testimonios en vivo que sacian más que la mejor respuesta. Es el caso de Antoine Compagnon, nacido en Bruselas en 1950 e ingeniero de caminos, que en 2006 obtuvo la cátedra de Literatura Francesa Moderna y Contemporánea en el Collège de France, la máxima distinción académica en el país vecino, incluso para quien previamente ya era catedrático en esta materia en la Sorbona y la Universidad de Columbia de Nueva York.
Ya sé que no es un hecho históricamente excepcional el que algunos de los miembros de este selecto cuerpo de sofisticados tecnólogos modernos hayan logrado combinar su dedicación profesional a la ingeniería con la práctica de otras especialidades humanísticas. Sin ir más lejos, en el terreno de la literatura nos encontramos, entre otros, con los casos de los ingenieros españoles José Echegaray o Juan Benet. De todas formas, el motivo de resaltar aquí y ahora la figura de Antoine Compagnon es que, al margen de su testimonio biográfico, dedicó su lección inaugural en el Collège de France precisamente a reflexionar sobre la utilidad del arte, una lección que acaba de ser vertida al castellano en un libro con el título ¿Para qué sirve la literatura? (Acantilado, 2008).
Aunque en el sentido inverso al que se le da en nuestro mundo, para el pensamiento occidental tradicional, de estirpe clásica, el valor del conocimiento y de las artes estaba en relación directa con su inutilidad, como se corrobora en la distinción entre los saberes o ciencias "liberales", así llamados no sólo porque los ejercían hombres libres, sino por su total despego a toda aplicación práctica y beneficio material, y los "mecánicos" o "serviles", cuyo diáfano enunciado nos excusa de cualquier explicación. Hoy, sin embargo, las tornas han cambiado hasta tal punto que casi toda la creación artística contemporánea es un metarrelato de autojustificación, que se hará más patético cuanto más artístico. Paradójicamente, jamás ha habido proporcionalmente más escritores y artistas como en la actualidad, con lo que, a juzgar por lo antes apuntado, no creo que la secularización de nuestra sociedad disminuya la dosis de culpa que signa la frente de la atribulada humanidad.
Más o menos percutiendo en el fondo, de todo esto trata Antoine Compagnon en su maravillosamente bien cortada y diáfana disertación académica, pero particularmente me fascina su defensa a ultranza de la literatura, distinguiendo su pertinente supervivencia, frente al resto de los relatos visuales, de indiscutible eficacia, no sólo porque en ella prima lo particular sobre lo genérico, y, de esta manera, "sigue siendo la mejor introducción a la imagen", sino al poder insobornable de la lengua, cuyas sutilezas garantizan, hoy más que nunca, la libertad humana frente a cualquier adversidad.
La literatura, afirma Compagnon en su libro, "tiene competidores por todas partes, y no detenta el monopolio de nada, pero la humildad le favorece (...) El ejercicio nunca cerrado de la lectura sigue siendo el lugar por antonomasia del conocimiento de uno mismo y del otro; descubrimiento, no ya de una personalidad compacta, sino de una identidad obstinadamente en devenir". Una buena reflexión para quien fue ingeniero de caminos.
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