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Reportaje:IDA Y VUELTA

Ronda de noche

Antonio Muñoz Molina

En cada época el que camina de noche por una ciudad ha visto una luz distinta en las ventanas, ha atravesado sombras de densidad diversa según haya sido la iluminación pública. Proust recordaba caminatas por un París en tinieblas en las noches de la Primera Guerra Mundial, en las cuales a veces brillaba la claridad furtiva del zaguán de un prostíbulo masculino al abrirse o cerrarset rápidamente la puerta. Una noche vio la calle iluminada por la luna llena y un zepelín lento y silencioso que surcaba el cielo. Al apagarse las luces y cerrarse las ventanas, la guerra devuelve a las ciudades sombras de noches primitivas y cielos de un resplandor de estrellas que nadie recordaba. En el Madrid de la guerra española, Arturo Barea veía farolas con los cristales pintados de azul y esquinas de negrura en las que aparecían de pronto los faros de un automóvil lanzado a toda velocidad. En el blanco y negro tenebroso de una película temprana de John Ford, El delator, farolas de gas y ventanas iluminadas de tabernas brillan entre una niebla que no se disipa nunca, la de un Dublín abstracto por el que un hombre deambulaba culpable y perdido, tan condenado de antemano como el asesino de ojos saltones Peter Lorre cuando huía por otra ciudad de niebla y callejones de adoquines brillantes también edificada en un estudio de cine. Durante noches enteras, Vincent van Gogh miraba con los ojos enrojecidos de insomnio los muros rojos y el verde de las mesas de billar en un café de Arles a la luz de los mecheros de gas, de un amarillo turbio de absenta, llenando cuartillas de cartas para su hermano Theo y haciendo dibujos con la misma caligrafía trastornada.

Cada época tiene sus luces nocturnas, tan específicas como sus maneras de vestir, tan omnipresentes y luego olvidadas. Un martes de noviembre, después de la medianoche, voy por las calles de Chelsea hacia la estación de metro de la séptima avenida y la 14, por una zona que en otros tiempos fue portuaria y peligrosa, y me viene a la imaginación la luz nocturna que tendría Nueva York en aquellos años, hacia la mitad de los setenta, los neones de palidez clínica y de insomnio de esas cafeterías que Martin Scorsese retrató en Taxi driver, los letreros de las sexshops y los cines porno alumbrando la mugre turbia de las aceras, reflejándose en el plástico negro de las bolsas de basura. De aquellos charoles nocturnos que yo no conocí se acordará bien el poeta Dionisio Cañas en su retiro de La Mancha. En las avenidas, el escaparate de una pizzería barata o de una de esas tiendas pequeñas y sucias de comida china que no cierran en toda la noche son reliquias de las luces y los olores, hasta de los espectros del pasado, que dormitan sobre una bandeja de plástico o miran a la calle desde los taburetes que hay detrás de los cristales. Pero en las calles laterales con escalinatas de piedra y árboles medio deshojados, las ventanas sin visillos tienen una claridad ligeramente dorada de calma burguesa, o de bohemia confortable, a la que se mezcla siempre como un ingrediente que tiñe un líquido la palpitación azulada de los televisores.

Esta noche, aunque es tan tarde, en casi todas las ventanas hay luz. En algunas es la pantalla del televisor la única claridad que alumbra una habitación. La luz de los televisores en las ventanas es tan específica de las noches de este tiempo como debió de serlo la de los globos de gas en las noches de hace un siglo. Y como ella acabará perdiéndose y quienes no la conocieron la imaginarán gracias al arte, en las películas y en las fotos en color y en algunos cuadros de cuidadoso realismo. Desde esas ventanas de Chelsea me llega no sólo la luz de mi época, sino también un rumor de voces, de celebraciones, de ráfagas de noticiarios. Lejos, en otros lugares de la ciudad, parece que suena un clamor, pero muy amortiguado por la distancia, interrumpido por algunos cohetes, por cláxones ocasionales. Luego me enteraré de que hubo fiesta en el Village y en Harlem, pero lo que yo observo, lo que me llega en esta noche, es una especie de felicidad tranquila, con una tibieza tan gozosa de respirar como la que tiene el aire. Acabo de ver, en la sala de invitados de un estudio de televisión, el discurso de Barack Obama. En la sala, aparte de mí, sólo había otra persona, un negro alto y bien vestido, que escuchaba adelantando el cuerpo, apoyando los codos en las rodillas. Le he preguntado, por sacar conversación, si es feliz esta noche, y el hombre se vuelve hacia mí con una expresión digna y afable y me dice: "Claro que sí. Soy republicano, pero esta noche soy muy feliz".

Vengo de un país en el que las victorias electorales suelen celebrarse con la misma euforia amenazadora que las finales de los campeonatos de fútbol. Esta noche, en el tono de las palabras de Obama, en la expresión de la gente con la que me cruzo por la calle, en las personas que se sientan luego frente a mí en el vagón del metro, advierto una forma de alegría política a la que no estoy acostumbrado, a la vez franca y pudorosa, el alivio de recobrar la dignidad después de años de oprobio, una esperanza entibiada por la conciencia de los desengaños inevitables y las dificultades tremendas que traerá el porvenir. En las caras de los desconocidos hay esa sonrisa de quien piensa en algo y no sabe que está sonriendo. Las ventanas nocturnas con claridad de televisores me hacen acordarme de otra caminata, hace algo más de siete años, al anochecer del 11 de septiembre. También entonces anduve por calles casi vacías con una sensación de tiempo suspendido y de espera de algo, con la extrañeza de estar viviendo una excepcionalidad que sólo se manifestaba de manera oblicua en las cosas que veía: en otra parte lejana de la ciudad, los reflectores iluminaban el nubarrón tóxico que ascendía sobre el catafalco de ruinas de las Torres Gemelas, pero yo iba por una acera desierta de Central Park South en la que no sucedía nada extraordinario, aparte de la soledad, que hacía que pareciera mucho más tarde, o de la ausencia de los coches de caballos alineados a la orilla del parque. En cada ventana de la ciudad había un televisor encendido porque en esos días nadie dejaba nunca de mirar los televisores y porque unos minutos más tarde el presidente Bush iba a dirigirse al país por primera vez después del atentado.

El miedo era esa noche una impresión tan física como esta noche la esperanza. En la fosforescencia de los televisores se distinguían desde la calle siluetas agrupadas. En cada habitación en penumbra, las pantallas brillaban con una agitación movediza de peceras. Nuestros pasos avanzaban con normalidad y algo de fatiga, pero sabíamos que estábamos pisando una raya en el tiempo, más allá de la cual sólo había incertidumbre. Qué pasaría esa noche, qué veríamos cuando amaneciera. -

Barack Obama,  en el Grant Park de Chicago en la noche del 4 al 5 de noviembre.
Barack Obama, en el Grant Park de Chicago en la noche del 4 al 5 de noviembre.ASSOCIATED PRESS

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