Historias de otro tío alto
"Que nadie espere un goleador, porque no lo es", repetían en Lezama algunos de los que han visto crecer a Fernando Llorente. "Será un gran jugador pero lo pasará mal", sentenciaban. A Llorente le perseguía su físico. En el baloncesto con 193 centímetros hubiera sido un alero estilista; en el fútbol estaba condenado a ser el delantero rompedor inglés o alemán. Algunos comentaristas insisten en que "a pesar de ser alto, es un tío que juega bien". Ahora entiendo a Paul Shirley cuando titula su sección Historias de un tío alto, es decir, distinto incluso en el baloncesto. Los altos nunca han sido bien vistos en el fútbol: por definición eran torpes, panzers, centrales o porteros. Un delantero centro alto, altísimo, con porte de baloncestista o balonmanista, a priori no está bien visto por los puristas de un deporte en el que lo mismo vale la geometría que la geología.
Llorente lo ha padecido todo, como Urzaiz, como Crouch. Ibrahimovic se ha salvado, pero es una excepción. Bien es verdad que el muchacho, nacido en Pamplona, pero criado en Rincón de Soto (La Rioja) ha tenido un período en el que parecía empeñado en dar la razón a sus críticos. Tras un estreno esperanzador con Ernesto Valverde, cayó en un éxtasis desmovilizador que hizo válidos todos los tópicos sobre el delantero alto, ese que induce a pensar a la parte más agresiva de la grada que el chico se ha equivocado de deporte. Su porte, sus maneras de correr, sus gestos lastimeros hacían pensar en un delantero de escaso recorrido, abducido por la sombra de Urzaiz y empeñado en meter una y mil veces el famoso gol al Zaragoza. A los tíos altos, no sólo les ve excesivamente el árbitro (que tiende a perseguirlos con saña) sino que los errores son más luminosos que sus virtudes.
Llorente no tiene un fácil camino. Es alto, corpulento, no es un goleador y juega en un equipo que lucha por sobrevivir. Cuatro condiciones no demasiado propicias para el éxito salvo que se tenga una personalidad de hierro y la mirada permanentemente enfocada al futuro. Se decía habitualmente en Bilbao que el nivel de elogios recibidos por Llorente era inversamente proporcional a su rendimiento posterior. Él se queja de las críticas recibidas durante dos o tres años, cuando el Athletic incluso se planteó su cesión a otro club para picar su amor propio. Tiene razón en que el grado de exigencia fue excesivo, pero no debe olvidar que su actitud (no su aptitud) no fue la mejor en esa época: un futbolista timorato, quejica, que no utiliza su envergadura y se duele más que se enfada, es un futbolista abocado al fracaso.
Para el Athletic Llorente es algo más que un delantero centro, es el retorno a los jugadores de referencia, a una cierta idolatría futbolística que siempre agradece la grada. Había varios candidatos: Iraizoz, pero si eres portero debes ser buenísimo para adquirir esa condición; Amorebieta, un central enérgico pero aún sin asentar; Yeste, todas las cualidades en la pierna izquierda pero sólo en la pierna izquierda; y Llorente. En la selección, el delantero riojano pasa una doble prueba: ser alguien más allá del Athletic y aguantar la presión de los halagos.
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