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Columna
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La estatua esa

Por el Sur sigue llegando la gente oscura que reclama un lugar en este sol que ahora apenas nos alumbra entre nubes críticas. Hacia el otro lado del Atlántico, y no en patera, ha volado el presidente del Gobierno español, para compartir silla con Holanda en una de tantas reuniones, sin esperar a que se siente en su Despacho Oval el subsahariano-americano Barack Obama. (Yo lo digo a la actual usanza española). Al fin y al cabo, la clase política mundial se parece a esas migraciones que, como las aves y los pueblos pobres, emprenden siempre la misma ruta. Con estas nuevas, tan sabidas, le entra a uno la comezón del maestro Ciruela, el que no sabía leer y puso escuela, que ahora revisa unas viejas notas de ocasión olvidada y las vuelva a hilvanar para entretener a los pocos que no conozcan la historieta. Y para recordar las escenas, que tienen lugar un poco más arriba, en la bahía de Nueva York y que cada vez vemos menos en las películas americanas: la estatua de la Libertad, levantada en la isleta de Bedloc. Ya no transitan esas aguas los enormes paquebotes hacia los ahora poco frecuentados muelles reservados a las compañías navieras. Quizá tiznados barcos de carga y algún maquillado trasatlántico, repleto de turistas, no de pasajeros ni emigrantes. Casi nadie ve la estatua, pues queda debajo de la panza de los aviones. Sólo algunos turistas recalcitrantes usan el barquito que hace la visita cotidiana.

Por el Sur sigue llegando la gente oscura que reclama un lugar en este sol

Vayamos a la polvorienta anécdota que, probablemente, no explican los guías turísticos al pie de la famosa y gigantesca escultura. Durante los disturbios que sacudieron a Francia tras el Segundo Imperio, el entretenimiento favorito de los parisienses, añorantes quizá de la arrinconada guillotina, era la lucha en las barricadas. Un día del año 1848, en algún barrio de la capital, un grupo de alborotadores parecía dispuesto a abandonar la violenta diversión, dando la tarde por perdida cuando, sin saber por qué callejuela, surgió la figura de una mujer de buena talla que, con una tea en la mano -algo que se encontraba en cualquier parte-, indiferente al silbido de las balas contrarias, enardeció a los alicaídos revoltosos que, al fin, se salieron con la suya, aunque no se sepa a ciencia cierta cuál era.

Entre los participantes había un joven escultor cuyo nombre apenas dice algo a la mayoría de la gente: Augusto Bartholdi, quien, nueve años después, recordó que podía resultar un buen chollo plasmar en materia durable aquella escena. Así nació la idea de cincelar la famosa estatua, aunque es posible que existan otras versiones igualmente creíbles. Los historiadores se aplicaron, tiempo después, en averiguar la identidad de la modelo para tan popular creación. El autor, que debía estar mejor informado, siempre pretendió que había sido su propia madre y de ahí el aire de matrona griega, aunque algunos contemporáneos reconocieron los rasgos de una dama galante que frecuentaba el cafetín del barrio y era popular entre su clientela. Perplejidad que no ha quitado el sueño a nadie, porque lo importante no era el personaje reproducido, sino cómo fue realizada la idea para que Francia le regalara aquella representación al naciente Estados Unidos.

No fue cosa sencilla, ya que estuvo en la iniciación del proyecto su traslado transoceánico. Dos figuras de la ingeniería de la época, Fernando Lesseps, el que abrió el Canal de Suez, y Gustavo Eiffel, el de la torre y la estupenda estructura de la estación de Atocha. Hallaron la fórmula, que fue construirla en piezas de cobre, batido a martillazos, sobre una estructura interior de tirantes de hierro. Subida al pedestal en el lugar donde se encuentra, mide 92 metros de altura, pesa 100 toneladas, 80 de cobre y dos de hierro. El traslado, en un buque de guerra francés, se hizo en 210 cajas. Llegada al puerto neoyorquino, tardaron tres meses en el ensamblaje y fue inaugurada en octubre de 1886.

Entre los chismes que puede contar el cicerone figurará que 40 personas pueden estar cómodamente en la cabeza. Sus proporciones no son las de una miss vencedora, porque mide 8 metros de cintura, 10 de caderas y 12 de pecho, estimado todo sobre los ropajes. Poco más podrán escuchar. Y ahí está, como la Puerta de Alcalá, sin dar muestras de fatiga, sosteniendo la antorcha, cuyas llamas fingidas son de oro. Si van por allí y se acuerdan, denle recuerdos de mi parte. En Madrid nos arreglamos con ese pisapapeles indeciso que es la figura de Colón, en su plaza, señalando con el dedo un punto equivocado de la Rosa de los Vientos.

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