Fuera de mi cama
¿Cree usted que un joven ciudadano que luce un tatuaje de esos que empiezan en la mano y ascienden hasta el cuello corresponde al perfil estético de un votante del Partido Popular? Parece altamente improbable. Esa estrecha relación entre ideología y estética que los españoles obedecemos con más disciplina de la que estamos dispuestos a reconocer, nos marca, de forma que siempre nos resulta fácil clasificar al otro. Ése es un pijo, ése es un progre. Ése es un pijoprogre, adjetivo que se ha hecho tan cansino. Ése es un facha, era el insulto preferido en mi juventud. Ése es un revisionista, decían los comunistas de los socialistas. Esa tía es muy maja, decían los tíos de las tías cuya promiscuidad tenía una base ideológica. Ése es un social, un pequeñoburgués, una estrecha, un esteta. En fin. Nos entregamos a esa clasificación con vocación de taxonomistas, para tener al prójimo pinchado con alfileres, con la denominación debajo, como hacía el señor Nabokov con sus mariposas. "Ése es un gilipollas", sería la categoría más común entre los españoles, dado que es el adjetivo con el que definimos al ochenta por ciento del personal que nos rodea. Vivir en un entorno tan clasificado genera enorme seguridad. Lo que más me desconcierta de Nueva York es que aquí la plantilla clasificadora española no me sirve de nada. Pondré un ejemplo ilustrativo. El día de las elecciones vino a casa mi técnico informático, ya saben, ese ser al que recibes con tanta ansiedad como antaño recibías al fontanero y que te hace sentir como un imbécil (como ocurría con el fontanero). Mi informático se recorre en moto la Gran Patata, sanando ordenadores, convertido en el mago de la tribu. Cuando le abres la puerta, te saluda enérgicamente y de un salto se quita los zapatos y se saca la chupa. Es entonces cuando surge ese brazaco tatuado, que observo maravillada mientras él toquetea mi computador, con la concentración del médico que toma el pulso al enfermo; yo al lado, sufriendo por si me comunica que el niño tiene una enfermedad incurable. El martes el tema elecciones era ineludible, así que esta española clasificadora, sabiéndole neoyorquino, joven y amante del tatoo, le preguntó con sorna: "¿Qué, vienes de votar a McCain?". El joven tatuado, sin dejar de mirar la pantalla, me contestó: "Sí". Me hizo falta un rato para saber que había contestado en serio. Tras diagnosticarle a mi criatura un virus leve, comenzó a darme explicaciones de por qué había optado por el viejo McCain. El muchacho, sabiéndose poseedor del derecho a no esconder su opción en una sociedad democrática, me decía que no había votado a Obama porque no sabía muy bien quién se escondía detrás del hombre que hoy es. Siempre me desconcierta esa necesidad tan americana de rastrear en el pasado de una persona, como si las criaturas tuviéramos que responder toda una vida de las tonterías que hicimos cuando teníamos veinte años (en mi caso, unas cuantas); pero confieso que también me parece admirable la libertad con la que muchos americanos expresan lo que piensan sin plantearse si será bien recibido. Lo cual obliga al siempre irritado español a ejercitar la tolerancia (Educación para la Ciudadanía). De cualquier manera, para mí es casi imposible a estas alturas borrar la clasificación de los seres humanos que está en mi cabeza desde la juventud o la niñez. Me ocurre, por ejemplo, que cuando veo ahora a ese amante repentino de los referendos que es Rouco Varela se me hace difícil relacionarlo con las personas creyentes que me rodearon en mi niñez: mujeres discretas, puritanas pero en absoluto agresivas, con un mensaje pueril pero sincero de caridad y ayuda al desgraciado. Pero aún más me chirría, por el ambiente en que me crié, el lenguaje en que Pilar Urbano ha expresado en ocasiones sus creencias. Corre estos días por Internet un viejo reportaje (1994) publicado en Elle, en donde Luis Antonio de Villena y la periodista de cámara opinan sobre la viabilidad de la adopción por parte de parejas gays. La señora Urbano habla de esas parejas ("ya puestos a hablar de parejas, ¿por qué no hablar del coronel y la cabra o de Jon Manteca y su farola?") que van, según ella, a por la pela: "La pensión de viuda reclamada por un maricón fiel hasta la muerte o la herencia que reclama el sarasa rico recomido de sida". La intrauterina periodista, como le gusta definirse, se pregunta cómo se puede criar a un niño en "el ambiente enrarecido, enfermizo, deformante, vicioso y tarado de un par de maricones. Que apechuguen con su desviación a solas". Ya digo, a pesar de que en mí no caló la beatería, sí recuerdo la bondad de algunos creyentes que me rodeaban y de algunos que me rodean. Puede que sintieran una compasión equivocada, si se mira desde un punto de vista ideológico, pero no estaba en sus principios ejercer la crueldad hacia quien consideran diferente o enfermo. 1994, el año en el que aún se moría tanta gente de sida, sufriendo el rechazo social y la falta de humanidad de la Iglesia para recomendar el uso del condón en los países pobres. No me extraña que, como han dicho las encuestas, los creyentes españoles no dejen que la Iglesia se meta en su cama. A ver si el Estado se decide a sacarlos también de nuestra cuenta corriente.
Nos entregamos a la clasificación para tener al prójimo pinchado con alfileres, como Nabokov con sus mariposas
Pese a que en mí no caló la beatería, recuerdo la bondad de algunos creyentes que me rodeaban y me rodean
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