Abyección
Contaba con mucha gracia una pintoresca maruja que aparecía episódicamente en Volver que la telebasura le subía la tensión, le provocaba dolor de cabeza, le creaba tal estado nervioso que luego no podía dormir, pero que era incapaz de abandonarla. Empiezo patéticamente a comprenderla porque percibo idénticos y alarmantes síntomas en mí. Sabía de mi proteica capacidad para las adicciones, de una politoxicomanía que creía tener controlada por cuestiones de estricta supervivencia, pero descubro que estoy enganchado con programas como el maquiavélico El juego de tu vida, que aunque los somníferos y los ansiolíticos hayan comenzado a hacer efecto me resulta imposible irme a la cama hasta que finaliza esa ceremonia de la abyección.
Hay que saber mucho de lo peor de la naturaleza humana, del regodeo que crean las miserias íntimas del prójimo expuestas en público, del circo excesivamente cruel al que se puede prestar la necesidad o la codicia, para inventarse un producto como éste.
El morbo aumenta en función de la pasta que se quiera llevar la indeseable sinceridad de esos seres anónimos confesando sus secretos, mentiras y traumas más temibles. Familiares, sentimentales, profesionales. Rodeados por sus seres más queridos. Están allí para apoyarle en su psicoanálisis convertido en espectáculo de feria. Y lógicamente se les alterará el careto y les pasarán cosas raras en el corazón cuando escuchen las verdades de esa hija, hermana y esposa.
El jueves, antes de llegar al inconcebible primer grado, una señora revelaba que se sentía culpable del suicidio de su hermano y que se había liado con su tío mientras estaba casada. Se detiene ahí porque su honestidad ya ha conseguido 10.000 euros y no se arriesga a perderlos. Imagino que por 100.000 le harían confesar que había asesinado a Cristo. Otra, a la que acompaña su enamorada pareja, cuenta que se lo monta con su jefe y que ha pillado unas venéreas follando con desconocidos. Y yo mirando, como un buitre. Me doy asco.
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