El acordeón y las sopas
Fui a un concierto de acordeón. Los conciertos de acordeón no son frecuentes en la ciudad. Sobre este instrumento pesa cierta maldición que le condena a un repertorio de segunda, entre el folclore y la pachanga, una condena muy similar a la que pesa sobre la cobla sardanista, que Jordi Lara ha retratado tan magníficamente en los relatos de Una màquina d'espavilar ocells de nit (Edicions de 1984). El tango, el vals musette y la sardana nunca han sido homologadas por la cultura de auditorio.
En el concierto, que tuvo lugar en La Pedrera el miércoles, se estrenaba Sons de la terra, la última obra de Joan Guinjoan. Una obra para acordeón, precisamente, dedicada al acordeonista Iñaki Alberdi, que fue quien la interpretó. Antes, el compositor dirigió unas breves palabras al público para explicar su relación con el instrumento. Dijo Guinjoan que debe al acordeón su carrera de músico, nada menos, y que cree que no podía cerrar su catálogo sin haberle dedicado un homenaje. Empezó, efectivamente, tocando de niño el acordeón en Riudoms, donde nació en 1931. Viendo que sus aptitudes musicales iban a más, sus padres decidieron ponerle a estudiar piano, un instrumento considerado más serio y en el que Guinjoan habría de descollar como concertista en los años siguientes. Pero aquellos orígenes no se borraron. Sons de la terra parte de un tema que el niño Guinjoan cantaba en la iglesia de Riudoms, al que siguen una serie de variacions en el vigoroso estilo del compositor adulto. "Siempre se acaban recordando las sopas que uno ha tomado de niño", decía Pla. Asistió al estreno el director general del Auditori de Barcelona, Joan Oller. Y hete aquí que las sopas musicales de Oller también arrancan de un modesto acordeón infantil. Como las de Mauricio Vilavecchia o Manel Camp, por citar a dos músicos próximos de amplio recorrido profesional, o las de quien les escribe, que en cambio nunca pasó de modesto aficionado. Cuando hice la primera comunión mis padres me regalaron un Guerrini de 32 bajos, que agradecí mucho más que el misal y el rosario al uso, pues me acercaba al modelo de mis veranos, un chico algo mayor que yo que tocaba Sapore di sale y ligaba un montón. Andando los años, el Guerrini se me quedó corto y, antes de pasar al piano, que mis padres reputaron mucho más serio, tuve un Paolo Soprani de 80 bajos, que aún conservo. Paolo Soprani fue el mítico constructor del siglo XIX que hizo de Castelfidardo, en la provincia de Ancona (Italia), la capital mundial del acordeón, donde se halla un museo dedicado al instrumento. De Castelfidardo procede también el Pigini que Alberdi tocó en La Pedrera. Palabras mayores: 120 bajos bassetti que producen un maravilloso sonido de órgano. Un instrumento poderoso, bellísimo.
La humildad de este instrumento tiene a favor una amplia iconografía
Antes de la obra de Guinjoan, Alberdi tocó una pieza de 1978 de la compositora rusa Sofia Gubaidulina, titulada De profundis, que recrea abiertamente el juego al que nos hemos dedicado todos los niños con acordeón: apretar el mayor número de teclas posible y darle al fuelle, acelerando rítmicamente hasta recrear el estruendo de una locomotora al partir. Mágico. Completaron la velada dos transcripciones de la Musica ricercata de Ligeti y la Petruschka de Stravinski (esta última interpretada con otro virtuoso del instrumento, Íñigo Aizpiolea). Salvando a unos pocos grandes, entre los que hay que contar a Astor Piazzolla y Nino Rota, la literatura acordeonística original no es muy extensa, por lo que las transcripciones son moneda corriente. De ahí también la humildad de un instrumento que, en cambio, tiene a favor una amplia iconografía, desde el músico callejero ciego hasta el payaso carablanca del circo. Puestos a escoger una imagen, sin embargo, yo me quedo con la de Michel Simon tocando en la cubierta de L'Atalante, la péniche que da nombre a la gran película de Jean Vigo.
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