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Columna
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La máquina del tiempo

Cuando el hombre aprendió a domesticar el espacio, supuso que llegaría el día en que podría hacer lo propio con su gemelo, el tiempo, y que más pronto que tarde lograría salvar los precipicios sobre siglos y eras con la misma facilidad con que las distancias entre ciudades quedaban anuladas por la velocidad del ferrocarril. Si el ingenio humano había ideado máquinas que reducían el tamaño del mundo, era obligatorio que un día, cualquier día, algún genio diseñara el aparato que nos liberara de la tiranía de los relojes y nos permitiera saltar adelante y atrás en los anales, permitiéndonos contemplar con nuestros propios ojos espectáculos a los que sólo están autorizados el profeta y el arqueólogo. Sobre ese anhelo perenne de la humanidad fantaseó por vez primera H. G. Wells, en ese clásico de la anticipación científica que es La máquina del tiempo. Sin ofrecer excesivas precisiones técnicas, que no son de recibo en estos casos, Wells supuso que cierto investigador había fabricado un aparato con el que moverse a través de los calendarios pasando páginas como en el cuaderno de cálculo de un escolar, y le hizo viajar a un futuro ciertamente siniestro donde los libros eran ceniza y la raza de los hombres se había dividido en dioses y monstruos. Observo que en la ciencia ficción el porvenir suele ser un destino más apetecible que lo que ya pasó, quizá porque los manuales de Historia han proyectado sobre el pasado una sombra académica y algo tediosa, mientras que en lo que puede suceder todavía cabe todo el cromatismo de la fantasía, la esperanza y el vértigo. El futuro es la patria natural de esa forma de irresponsabilidad que llamamos imaginación: un territorio idílico donde no existe nada de lo que arrepentirse.

Pero la Física es poco amiga de la literatura y ha maltratado a quien coloca su optimismo demasiado lejos. Hoy sabemos que la unidireccionalidad del tiempo, el hecho de que no pueda volverse del revés como una media, constituye uno de los absolutos de la naturaleza, junto con la velocidad de la luz o el principio de entropía. De todos modos, la imposibilidad de saltarse el tiempo a la torera no había sorprendido ya a las mentes más sagaces: ¿por qué no había hombres del siglo XXV entre los romanos ni yanquis en la corte del rey Arturo? ¿Dónde están, aquí y ahora, los intrusos del cuarto milenio que podrían haber venido a reírse de nuestro primitivismo? Así que las máquinas del tiempo se han convertido en cosas más domésticas, de andar por casa, como la llamada Cápsula que la pasada semana se presentó en la Semana de la Ciencia de Granada. Este modesto artefacto no cuenta con engranajes, silicio ni aceleradores de partículas: se reduce a un cajón de plástico transparente en el que todo el que lo desee puede introducir imágenes, textos, vídeos, juguetes o cualquier cosa relacionada con nuestra tecnología actual para que llegue intacta al futuro. Una vez lleno, el cajón irá a parar al fondo de una hoya donde permanecerá, si algún cataclismo no lo remedia, hasta el 2033. No sé por qué se ha elegido esa fecha concreta para la resurrección, para este juego algo pueril que probablemente consista en sorprender a nuestros hijos con lo toscos y horteras que éramos tres décadas atrás; quizá haya influido en la decisión la caducidad de los materiales (¿soportará el ordenador en que todo eso está metido la humedad, el óxido, las cucarachas y las obras del metro?) o la propia caducidad de la vida humana (¿se acordaría alguien de que aquellos desperdicios están allí luego de que desaparecieran quienes jugaron al tesoro con ellos?). La iniciativa resulta curiosa, aunque mueva un poco a la tristeza: mientras leíamos a Wells, jamás llegamos a imaginar que la máquina del tiempo se pareciera menos a una cabina espacial que a un contenedor de basura.

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