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Columna
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Obama: razón y voluntad

Joan Subirats

La sensación de alivio y de esperanza ha predominado en estos días de noviembre en que hemos visto acabar una época y empezar algo que aún no sabemos cómo definir. Alivio por confirmar lo que todos imaginábamos pero que precisábamos que se ratificara: el fin de la pesadilla Bush y del periodo en que neocons (como Aznar) y sus aliados circunstanciales (Blair) han presidido la escena mundial. Esperanza depositada en una manera de hacer política que parece reposar en mayores autenticidades y más consistencia interna entre lo que se predica y lo que se practica. Pasada la euforia y el alivio, es hora de redimensionar y calibrar la esperanza. Podemos seguir a Eduardo Galeano cuando afirma, con un sano escepticismo: "ojalá la voluntad de cambio, que estas elecciones han consagrado, sea más que una promesa y más que una esperanza". Desconozco si Obama en sus periplos vitales a través del mundo ha leído a Gramsci, pero, si no es así (sabiendo lo fútil de mi consejo), recomendaría que lo hiciese. El gran pensador sardo trabajaba con maestría el concepto de hegemonía y las sutilezas entre optimismo y pesimismo, entre voluntad y razón, componentes imprescindibles de todo político que quiera ir más allá de la simple gestión, o de la inútil gesticulación.

A Obama se le ha valorado su capacidad discursiva y analítica al enfrentarse a temas de gran calado

La agenda política que tiene enfrente el presidente electo es para ponerse a temblar. Descontado el cierre de Guantánamo y la progresiva retirada de Irak (lo cual no es nada fácil, pero que se plantea como la prueba del algodón), el nuevo mandatario tiene por delante un rosario de temas en política exterior e interior que exigen grandes esfuerzos. Una tentación comprensible para cualquier político sería centrar los esfuerzos, pasada la larga y exigente batalla electoral por la que ha pasado Obama, en conseguir los apoyos internos del partido demócrata, de los congresistas y de los principales intereses afectados en ese conjunto de decisiones, y buscar los equilibrios y componendas que permitan avanzar, aunque sólo sea un poco. Desde mi punto de vista, esta estrategia, si bien es razonable y hasta cierto punto convencional, choca frontalmente con el mensaje que ha ido lanzando Obama desde que fue subiendo los escalones que le condujeron desde la Convención Demócrata de Chicago de 2004, hasta su actual posición de 44º presidente de Estados Unidos. Lo que él ha vendido, explicado, sudado y vivido es que llega a Washington para cambiar la manera de hacer las cosas, y para ello cuenta con la fuerza de ser el presidente con más votos de la historia democrática de su país, pero cuenta, además, con otro recurso más poderoso si cabe. Me refiero a los 10 millones de personas, muchos de ellos muy jóvenes, que no sólo le han votado, sino que se han movilizado para conseguir fondos, para que se inscribieran el mayor número de votantes que se recuerda, y para movilizar a potenciales electores que nunca habían pensado que esto de las elecciones presidenciales iba con ellos.

Ha entendido a los nuevos electores. Ha sabido movilizarlos. Ha tratado con dignidad y respeto a sus simpatizantes y voluntarios, haciéndoles llegar su agradecimiento y reconocimiento de manera individualizada, y haciéndolo antes de su aparición ante los medios. Entiendo que, si quiere seguir rompiendo moldes, lo que debe hacer es encontrar caminos para que no se vayan a sus casas y que sigan movilizados para defender el proyecto que han entendido que encarna Obama. Por mucho que disponga de mayorías suficientes en las cámaras, sabemos por experiencias anteriores que la capacidad de bloqueo de los grupos organizados en defensa de los intereses ya consolidados es grande y capaz de hacer embarrancar todo tipo de proyectos, por razonables que sean (véase el caso de la sanidad pública en la era Clinton). Su fuerza, su imagen, su mensaje, ha sido el del cambio, el de la necesidad de hacer ciertas transformaciones en el país, superando la barrera que han construido los intereses creados a través de los lobbies. Y de hacerlo, y ésa era también la fuerza de su mensaje aparentemente de outsider, manteniendo la unidad de la mayoría por encima de divisiones partidistas más propias del statu quo de Washington que de la realidad. Unidad y cambio. Difícil binomio cuando has de entrar en temas como el cambio energético, la expansión de la educación infantil, la ampliación de la sanidad pública a 45 millones de americanos que no tienen cobertura, afrontar los 12 millones de inmigrantes clandestinos que están a la espera de qué se hace con ellos, o cuando debes decidir si ratificas el Protocolo de Kioto cuando eres la potencia más contaminante del mundo. ¿Puede avanzar en esa exigente agenda cuando además, la crisis le obligará a socorrer a industrias e instituciones financieras? ¿Podrá responder a las buenas vibraciones que ha despertado en todo el mundo, si más bien la situación económica le invita al proteccionismo?

Lo cierto es que Obama ha de sentirse cargado de responsabilidad, pero también lleno de la fuerza que le ha conducido a la victoria. Después de años en los que se ha valorado en los dirigentes americanos el que no fueran intelectualmente bien dotados, se ha valorado precisamente en Obama su capacidad discursiva y analítica al enfrentarse a temas de gran calado. Pero, seguramente, lo que más destacaría ha sido su capacidad para incorporar a muchos jóvenes al escenario político de cambio por él planteado. Como ha recordado Noam Chomsky estos días, sin la experiencia movilizadora de la década de 1960 en Estados Unidos no se explicaría el hecho de que las primarias demócratas se hayan dirimido entre una persona de color y una mujer. Y, gracias a la campaña de Obama, los próximos 20 años van a quedar marcados por una generación que ha vuelto a incorporarse a los grandes interrogantes de futuro del país, y se ha sentido interpelada y movilizada por Obama. La capacidad que tenga Obama para mantener esa movilización y la capacidad de los ahora movilizados para seguir insistiendo en que se cumplan las promesas lanzadas y el nuevo estilo prometido serán las claves que determinarán en buena parte el que el ambicioso programa de cambio pueda ser factible.

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