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Columna
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Los renglones torcidos

El tercer conflicto en poco más de dos semanas entre el fiscal de la Audiencia Nacional y el titular de su Juzgado de Instrucción número 5 -la disputa se refiere a la denuncia de 114.000 desapariciones producidas teóricamente entre 1936 y 1951- fue zanjado el viernes por el Pleno de la Sala de lo Penal, que acordó la paralización cautelar de las exhumaciones de cadáveres ya ordenadas (y de las demás actuaciones excepto si se produjese "un perjuicio irreparable e irreversible" a la investigación) hasta que el tribunal se pronuncie sobre el fondo de la cuestión. Cinco de los 15 magistrados discreparon del fallo por considerar necesarios el previo recurso de reforma ante el instructor y la debida audiencia a las partes.

Sería una gruesa falta a la verdad afirmar que esa medida cautelar trata de impedir cualquier exhumación de restos humanos procedentes de la Guerra Civil. Antes de que Garzón ordenase por la vía penal la investigación de una veintena de fosas comunes, algunos ayuntamientos -sirvan de ejemplo las lápidas del cementerio de Oviedo en 2001- y asociaciones de familiares habían rendido ya homenaje a otras víctimas durante largo tiempo anónimas sin recurrir a la jurisdicción criminal. Y el Consejo de Ministros acaba de aprobar el desarrollo reglamentario de la Ley de Memoria en lo que se refiere a la colaboración de las Administraciones en la localización e identificación de las víctimas.

Es cierto que el acto de impartir justicia penal no consiste sólo en respetar las formas procesales: sin embargo, también implica cumplir con los requisitos exigidos por la Ley de Enjuiciamiento Criminal para perseguir un determinado delito. Es comprensible que las personas emocionalmente implicadas en la causa abierta por Garzón no presten demasiada atención a cuestiones procesales. Máxime si se ocupan de problemas tan técnicos como los conflictos de competencia, los plazos de prescripción, la irretroactividad de las normas desfavorables, la tipificación de los delitos y la legalidad de las penas. Resulta sorprendente, en cambio, que algunos operadores jurídicos respalden de manera incondicional ese intento de emprender un enjuiciamiento criminal en toda regla a la Guerra Civil y la dictadura.

Así como la teodicea sostiene que Dios escribe siempre recto aunque tenga a veces que hacerlo en renglones torcidos, así los panglossianos afirman que, pese a todos los pesares, la iniciativa tiene el valor de haber llevado a sede judicial de forma simbólica (otra cosa sería imposible: Franco y sus generales fallecieron de muerte natural hace tiempo) a los responsables de la sublevación militar de 1936 contra la II República que implantaron una sangrienta dictadura mediante la matanza, el encarcelamiento, el exilio, la discriminación y la privación de las libertades y los derechos. Pero son legión quienes condenan histórica, política y moralmente el régimen franquista pero a la vez consideran aberrante el sumario abierto por Garzón 72 años después del comienzo de la Guerra Civil y a los 31 años de la aprobación casi unánime por las Cortes -los diputados populares presididos por Fraga se abstuvieron- de la Ley de Amnistía. Aun pasando por alto -licencia impropia de un Estado de derecho- los eventuales vicios de nulidad de la causa, la pretensión de que sólo una sentencia judicial podría declarar la ilegitimidad de la sublevación militar de 1936 resulta grotesca. Por lo demás, Garzón es sólo el instructor del sumario de la causa: no puede ni absolver ni condenar a nadie, tarea encomendada a los organismos judiciales colegiados.

Tampoco los tribunales son el ámbito adecuado para que la memoria personal y familiar de los derrotados en la Guerra y de los represaliados por la dictadura -obligados a permanecer en silencio cuatro décadas- se incorpore plenamente en pie de igualdad a la memoria plural de la España del siglo XXI. Las hemerotecas contienen miles y miles de testimonios de ese tipo aparecidos desde el final del franquismo. Dos libros recientes enriquecen ese ya impresionante caudal. Nacido en 1932, hijo del alcalde socialista de Granada fusilado en 1936 por los rebeldes y sobrino carnal de Federico García-Lorca (cuyos restos Garzón pretende exhumar), Manuel Fernández-Montesinos ha publicado unas sugerentes y elegíacas memorias (Lo que en nosotros vive, finalista del XX Premio Comillas, Tusquets, 2008) dominadas por el recuerdo del doble asesinato. Ana R. Cañil ha recogido y narrado en La mujer del maquis (Premio Espasa de Ensayo 2008) con emoción, fidelidad y empatía admirables los recuerdos de las supervivientes de Val de San Vicente que sufrieron persecución y cárcel bajo la dictadura por dar cobijo a Juan Fernández Ayala, (a) Juanín, y a Francisco Bedoya, los dos últimos emboscados cántabros muertos en 1957. No son los jueces sino los protagonistas y los historiadores quienes deben rescatar del olvido esas memorias.

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