Dignidad
Si la dignidad era esto, sería mejor prohibirla. Me refiero a un cierto tipo de dignidad. Por ejemplo, la que obliga a los políticos a utilizar grandes coches oficiales, muy lujosos, constantemente renovados. No lo hacemos por nosotros, dicen, sino por mantener la dignidad del cargo. Ese cargo nos representa a todos. ¿Qué menos que acomodarlo en un cochazo? Lo mismo ocurre con los despachos. Los ciudadanos de a pie muestran una peculiar tendencia a organizar su vivienda con muebles de Ikea o similares. Ellos sabrán. Debe ser algo bastante indigno, porque no conozco sedes oficiales (dejemos de lado juzgados y pequeños ayuntamientos) que recurran a esos trastos. La representación pública exige muebles solventes.
La dignidad resulta especialmente necesaria en las naciones, nacionalidades, regiones, o como prefieran llamarse en cada caso. Cataluña no merece sufrir la indignidad de carecer de una red de oficinas en el extranjero. No merece tampoco que sus embajadas oficiosas ocupen un despachito realquilado en cualquier edificio de propiedad o usufructo español: necesita sedes propias, flamantes, ocupadas por personas de la máxima dignidad. ¿Quién mejor que un hermano del mismísimo vicepresidente de la Generalitat?
¿Y el derecho a una imagen digna? Fíjense en Valencia. La ciudad ha cambiado mucho, y en general para bien. Pero necesita avivar continuamente su imagen en el mundo. Si para ello hacen falta bólidos, motos y veleros, se pagan. Y si hace falta subvencionar el estreno de una película de James Bond, se subvenciona. En esa línea se incluyen las campañas de imagen sin bólidos ni superagentes. Ya saben, esas campañas que protegen, según creo interpretar, la dignidad del sector turístico. No me olvido de la dignidad bancaria. ¿Cómo someter a los bancos a la indignidad de que se conozca cuáles de ellos necesitan un poco más de nuestro dinero, esta vez por la vía presupuestaria?
Me hace muy feliz, la verdad, vivir en un país tan digno.
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