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Columna
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Curados de espantos

Ni llueve ni deja llover, gotea sobre Madrid una lluvia desganada e intermitente y las aceras se colapsan con el trasiego de los transeúntes que pliegan y despliegan sus paraguas al capricho de un cielo gris de hollín y amarillo de azufre, cielo de medio luto, dubitativo en esta noche de difuntos, descafeinada en Halloween. Los tétricos rituales de la Noche de Ánimas han sido desplazados por las pueriles parafernalias de Hollywood y Disney, inventadas para ir habituando a los niños "americanos" o "americanizados", al miedo a la violencia y a la muerte que les acompañarán durante el resto de sus vidas

Los extemporáneos y foráneos fastos del Halloween han llegado a esta calle, mi calle, tan céntrica como angosta, en la que nunca llueve a gusto de nadie, velan los bares falsas telas de araña y exhiben calabazas personalizadas, máscaras grotescas para esta mascarada infantiloide que los adolescentes colonizados lucen para celebrar una edad en la que la muerte todavía es un chiste y el miedo sigue teniendo el regusto lúdico y macabro de la infancia. En la vieja Europa, este ceremonial de iniciación infantil lo ocupaban cuentos terribles que se contaban en familia, historias tremebundas de ogros y brujas devoradores de niños crudos, sacamantecas y espectros, lobos feroces y bestias mitológicas, resabios de tiempos remotos que emergían de lo más profundo de los bosques primigenios, de las montañas brumosas y de las florestas aún no holladas por el paso del hombre, tiempos en los que la naturaleza sin domar aún no era sabia y sus fuerzas innominadas amenazaban y atemorizaban a los desvalidos seres humanos que vivían en chozas y cabañas endebles, colonizadores de un territorio hostil y misterioso. Miedos ancestrales que habían ido quedando fuera de las murallas para ser sustituidos por el terror que exhalaban monstruos de carne y hueso, de esencia y apariencia humanas y comportamiento bestial.

Las fúnebres prédicas de Rouco quieren devolver al redil a sus ovejas descarriadas

Como Fernando Delgado, mi colega de columna y andanzas, escribía ayer en estas páginas, yo también creía que "Halloween era una fiesta más americana que la Coca-Cola", pero hoy ambos sabemos, o creemos saber porque así nos lo han explicado, que se trata de un ritual de origen celta datado 300 años antes de Cristo, una fiesta que pasó de la vieja Irlanda al Mundo Nuevo, donde la maquillaron, desfiguraron, banalizaron y comercializaron para someterla a las leyes del mercado como un producto de temporada que puede encontrarse todo el año en filmes y telefilmes norteamericanos formando un auténtico subgénero para niños y mentes pueriles. Por sus ancestros celtas, reivindican este año los gallegos el Halloween, la preeminencia de sus trasgos de sus meigas y de las benditas ánimas en pena de la Santa Compaña dispuestas siempre a pasarnos su fatídico testigo en noches como ésta. Ni los dioses celtas, ni las ánimas, que hoy reivindica como patrimonio espiritual el gallego Rouco Varela, ni el propio obispo, salvo en contadas ocasiones, incitan a la burla, la befa, la mofa o el escarnio, carecen de sentido del humor y no admiten bromas a su costa como los zombies descerebrados, los vampiros patéticos y los psicópatas de brocha gorda que pueblan las pesadillas liofilizadas del Halloween americano.

Hoy he visto en una plaza del barrio a un grupo de adolescentes que, desafiando las inclemencias meteorológicas, celebraban su botellón de Halloween con caretas siniestras, gorros puntiagudos y colmillos de plástico, en un corrillo de aquelarre histriónico y etílico del que quedaban excluidas la violencia real y la muerte de veras. El miedo y la muerte de todos los días y de todas las noches quedan fuera de este círculo iniciático en el que a veces entra la violencia que suscitan el alcohol a granel y las hormonas en ebullición.

No hay susto que valga, las fúnebres prédicas de Rouco quieren devolver al redil a sus ovejas descarriadas para reivindicar el dominio de su secta sobre los territorios de la muerte ineludible y del Más Allá improbable, pero los jóvenes ni siquiera se asustan de sí mismos, saben de la violencia en las aulas y a la salida de clase, de las palizas y las humillaciones grabadas en el móvil y difundidas en la Red como un reality show cotidiano, de la violencia doméstica que desborda los juzgados madrileños. Y nada saben ni quieren saber del miedo que se agazapa en los hospitales desasistidos, ni de los sustos que jalonan la cotidianidad de los adultos, ni de los crímenes incruentos que acometen todos los días vampiros encorbatados, zombies devoradores de hombres y psicópatas enmascarados de normalidad.

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