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Columna
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Los niños y los muertos

La semana pasada, el viernes, al tiempo que por el paseo del Prado te cruzabas con jóvenes vestidos de fantasmas o con la muerte dibujada en los ojos y en los labios, en la parada del autobús de Cibeles había mujeres con flores en sus manos con las que se disponían a adornar sepulturas en el multitudinario cementerio de la Almudena. O sabe Dios dónde: ahora las cenizas de los muertos, depositadas en su día al pie de un árbol de Aranjuez, en el secarral elegido por el difunto en San Martín de Valdeiglesias o lanzadas al Jarama por voluntad del que se va, hace que sus deudos hayan de recordarlos en lugares insólitos. Pero también hay en Pittsburgh, Nueva Orleans o Filadelfia, como en Madrid, necrópolis muy buenas, y posiblemente se vea en el metro de allí a mujeres con flores, camino de sus tumbas familiares, entre las risas de los jóvenes cadáveres de la fiesta de Halloween.

Ignoraba que en la noche del 31 de octubre los celtas ya rendían culto al dios de la muerte

Qué equivocado estaba yo cuando pensé que Halloween era una fiesta más americana que la Coca-Cola, sin saber que había ido de Irlanda a Norteamérica hace poco más de un siglo. Y además creía que era una invención reciente, como casi todo en EE UU, porque ignoraba que en la noche del 31 de octubre los celtas ya rendían culto al dios de la muerte y las tinieblas. Pero ahora, que me lo ha recordado la Conferencia Episcopal, veo que la celebración católica de los difuntos es de anteayer, si se tiene en cuenta que Halloween se remonta a 300 años antes de Cristo, y que probablemente la celebración cristiana de la muerte coincida con Halloween por esa habilidosa absorción de lo pagano que tenía la Iglesia más lista de las catacumbas. Lo que pasa es que los jóvenes que llenaban las calles de Madrid de espantapájaros de muertos en la noche de Halloween, y las chicas brujas que atrofiaban sus narices de malvadas en las discotecas madrileñas y agitaban sus escobas, ignoraban lo malo que es fomentar el terror y la muerte de la manera en que lo hace Halloween, según los obispos de España. Vi a esos jóvenes por Chueca y Las Vistillas y no me atreví a advertirles del fondo ocultista que, según los prelados, tiene esa celebración extranjera. Pensé, eso sí, en la conveniencia de que Educación para la Ciudadanía, en su versión madrileña, eduque a las nuevas generaciones en el amor por la vida y no en el estímulo a la muerte, que es para lo que recuerda la Iglesia ahora que está su fiesta de Todos los Santos y de Todos los Difuntos.

A eso se ha dedicado toda la vida la Iglesia. A mí me basta recordar cómo, allá por los años cincuenta, para un niño sin Halloween, la noche del 31 al 1 era la de las Ánimas, a las que uno veía arder con pánico, sacando la cabeza de las llamas. Mi abuela encendía lámparas de aceite por toda la casa, delante de las fotos de sus difuntos, y la luz lúgubre de aquella ofrenda infundía durante toda la noche, con su tenue resplandor, un miedo atroz de los niños a los muertos. Si acudías a misa con tu familia en el día de los difuntos, en la iglesia había un tétrico túmulo negro con grandes velones y alguna corona fúnebre y en torno a él inciensaban o derramaban agua bendita unos curas severamente revestidos de negro, cuyo latín parecía más hondo y misterioso en los responsos por los parientes muertos. La Semana Santa de aquellos años también podía traernos mucho miedo. Ni se podía hablar alto ni cantar en casa porque Cristo estaba enterrado; no sonaba en la radio otra música que no fuera la más tristona o devota. Pero en la iglesia además tapaban todo con telas moradas o negras y en aquel ambiente de sepulcro veía uno vírgenes llenas de espadas sobre el corazón, y con los ojos repletos de lágrimas, y cristos muy ensangrentados, ya fuera en la cruz o para enterrar. Sería por muertes...

No parece, sin embargo, que la diversión de los chicos de ahora, tomándose la muerte a chirigota, pase de eso, de la chirigota. Y a lo mejor la preocupación por Halloween de los obispos, con la de dramas humanos de los que hay que ocuparse, se debe sencillamente a la falta de sentido del humor de un monseñor madrileño como Martínez Camino. Pero poco caso han debido hacer a los obispos los padres de Madrid, porque el viernes por la tarde ya paseaban a sus niños por la plaza Mayor, con colmillos afilados de vampiros en sus boquitas, caretas de cadáver o disfrazados de esqueletos, igual que los papás de Pittsburgh, Nueva Orleans o Filadelfia. Parecía la espontánea cabalgata del pregón de la noche de Halloween. Eso que al parecer preocupa ahora tanto a los mitrados, cuando ya que creen en la resurrección podrían tomarse la muerte menos en serio y celebrarla con castañuelas.

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