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Reportaje:PURO TEATRO

Una tragedia tronchante de Yasmina Reza

Marcos Ordóñez

Lo mejor de las comedias de Yasmina Reza es que todos sus personajes se equivocan y todos tienen razón. Antes, en la imposible arcadia del teatro, las razones solían estar en boca de seres apolíneos y bellísimas personas. Los franceses inventaron, tautológicamente, la figura del raisonneur, y los autores de izquierda se sacaron de la manga al "héroe positivo", que era el que decía en voz alta lo que ya sabíamos y queríamos volver a oír: un espejo de nuestras presuntas cualidades. El problema (y la verdad humana, y el juego escénico) empieza cuando el canalla redomado suelta una frase que te mueve la alfombra, o la que parecía una boba arquetípica se descuelga con una observación diamantina. Los personajes de Yasmina Reza nos convencen porque no son "de una pieza". No puedes colgarles una etiqueta, como en las farsas baratas o las obras de tesis. Sus razones nunca llegan limpias o esculpidas en mármol. Suelen ser verdades incómodas, atrabiliarias, que brotan entreveradas de delirio o disparate; verdades que a menudo sus propios portavoces descubren de golpe como bombas de efecto retardado, ocultas durante años bajo capas y más capas de convención y autoengaño. Que comparezca, por favor, el cuarteto protagonista de Un Dios salvaje. Alejandro (Pere Ponce) es un bicharraco machista y un abogado marrullero hasta decir basta, pero no es difícil compartir su lucidez acerca de la pulsión primitiva y brutal que da título a la función y rige nuestros pasos desde que el mundo es mundo. Por otro lado, cómo no estar de acuerdo con Verónica (Aitana-Sánchez Gijón), aunque sea una pija esnob con insoportables ínfulas de superioridad moral, cuando postula que si no frenamos los embates de la irracionalidad todo se va al garete. Lo malo, claro, es que ese anhelo de control y esa omnipresente politesse han convertido a su marido, Miguel (Antonio Molero), en el (casi) perfecto varón domado: se comprende (o también casi) que una mala noche acabe sacando a pasear al animalazo que lleva dentro. Tres cuartas de lo mismo, pero a su estilo, sucede con Ana (Maribel Verdú): ha optado por la máscara de una sonrisa meliflua y permanente para soportar la convivencia con un tipo tan ególatra y desatento como Alejandro. Da capo: todos se equivocan, todos tienen razón, todos están al borde del abismo.

Los cuatro actores embocan la tonalidad justa en la escena culminante

Tamzin Townsend, directora del montaje, afirma que Un Dios salvaje es una tragedia secreta. Y tronchante, añado: ésa es la marca de la factoría Reza. En Arte, lo que comenzaba como una sofisticada sesión de tiro al blanco con dianas previsibles (el papanatismo posmoderno, las neurosis urbanas, las terapias new age) concluía como un desolado drama sobre los límites de la amistad. Un Dios salvaje (Le Dieu du carnage, el Dios de la matanza, en el original) parece una reescritura, una extended version (más clara, más aristotélica y mucho más bestia) de Tres versiones de la vida, donde dos matrimonios, aparentemente burgueses y apacibles, acababan con las caretas por el suelo y las verdades convertidas en armas de destrucción masiva. En aquélla, el detonante era un niño que no quería dormir si no le daban una galletita; en ésta, el hijo de unos le ha partido la cara al de los otros con un palo de hockey, y ambas parejas se citan para resolver educadamente el conflicto, frente a un pastel de manzana y ramos de tulipanes recién cortados. Un Dios salvaje parece un cruce perfecto entre Sarraute y Feydeau. Bastará un tropismo (esos "movimientos imperceptibles, subterráneos y apenas voluntarios que modifican el comportamiento humano") acerca de la palabra justa en el acuerdo escrito para que el barniz del lenguaje, esencia de la civilidad, se resquebraje. Y el toque Feydeau chisporroteará como ácido hirviente en las juntas de la estructura: el exasperante crescendo de llamadas de móvil; los peligrosos efectos del hipotensor Antril; el abandono de un hámster; el vómito empapando, ay, una primera edición de Kokoschka; los quince años en barrica del temible ron Coeur de Chaffe. Añádase a la mezcla el fulgor de los diálogos, la agudeza psicológica de los perfiles y, por supuesto, la habilidad de los actores en la ejecución de la partitura. El soufflé tarda un poco en subir. En el primer tercio, para mi gusto, la falsa cortesía está demasiado caricaturizada: ellas parecen niñas jugando a las visitas y ellos están un tanto gritones y desaforados. No ayuda la traducción de Jordi Galcerán, con locuciones demasiado rígidas ("no pienses mucho en ello"), y galicismos literales (nadie dice en castellano "en mi vida me había sentido tan miserable").

Los cuatro embocan la tonalidad justa en la culminante escena del vómito, y a partir de entonces calzan y despliegan todos los matices. Aitana Sánchez-Gijón borda el difícil rol de Verónica, la más puñetera, la que más se contiene y más tarda en revelar su verdadera naturaleza. Pere Ponce viaja en dirección contraria: de la brutalidad inicial, desabrochada, bronca y sin complejos, un poco a la manera de Luis Varela, hasta el progresivo hundimiento, precedido de una jubilosa epifanía de fraternidad masculina. Antonio Molero está igualmente estupendo cuando al fin revela toda su amargura reprimida y lanza devastadoras cargas de profundidad contra las cadenas del matrimonio y la paternidad, y Maribel Verdú se lleva la parte del león componiendo esa Ana que comienza como muñequita que siempre dice sí y acaba escupiendo una cadena de noes feroces e innegociables. Da gusto ver esta función, verles a ellos llevándola a tan buen puerto pese a la zizgagueante salida y, sobre todo, da gusto ver al público: la fiesta comienza en el desbordado vestíbulo del Alcázar, con ese maravilloso runrún de euforia anticipada que sólo he visto en los teatros de Madrid, y estalla en platea a cada réplica brillante, a cada giro inesperado. Apresúrense a pillar entradas, porque la cosa está felizmente difícil y porque mucho me malicio que ese reparto, por los típicos compromisos ineludibles, no va a seguir ahí toda la temporada.

Un Dios salvaje. Yasmina Reza. Versión de Jordi Galcerán. Dirección de Tamzin Townsend en el Teatro Alcázar de Madrid. Hasta enero.

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