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Columna
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El tercer tiempo

Todos los partidos tienen un tercer tiempo, jugadas que se realizan fuera del tiempo reglamentado. Los aficionados comentan la jugada del gol, la falta cometida dentro del área y la decisión del árbitro. Esa resaca es el inicio, sólo el inicio, del tercer tiempo. Luego pasan los días, la memoria pinta sus nostalgias con especial cuidado, elige las escenas, los rostros, y procura detener la historia en el recuerdo. Se trata de una ilusión imposible, porque de pronto nos encontramos por la calle o en la pantalla del televisor con la imagen del delantero centro o del portero mítico, y nos vemos obligados a reconocer la factura de los años. Poca gente sabe envejecer bien. Los deportistas barrigones, los compañeros de curso sin pelo, los viejos camaradas sin ganas de complicarse la vida, las novias antiguas maltratadas por las conspiraciones de la piel, abundan mucho más que los hombres y mujeres que han sabido pactar con el diablo, no para mantener el sueño imposible de la juventud, sino para envejecer con dignidad, para ser en el presente un testimonio útil del pasado. Sabiduría, experiencia y arrugas negocian un convenio vital que merece respeto.

El expresidente de Gobierno José María Aznar está envejeciendo mal. Opina de los asuntos políticos con un peso de rencores demasiado cercano a los hechos. A nadie le gusta equivocarse, pero hay que aprovechar la oportunidad que dan los años para ser un error de otro tiempo, no un testimonio actualizado de las pasadas meteduras de mata. Podemos ser comprensivos con las debilidades humanas y admitir, por ejemplo, la encantadora vanidad de viejo galán con la que Aznar se precipitó a desmentir su responsabilidad en la fecundación de la criatura que la ministra francesa Dati va a traer al mundo. Cientos de flexiones diarias y una bufanda bien puesta dan derecho a ser el delantero centro de un lío de faldas, y uno debe actuar con la rapidez de un defensa central para despejar sospechas. El viaje al centro, que como programa político quedó en el olvido de una segunda legislatura más bien tremenda, se convierte ahora en una ilusión vital. Es lógico que una gloria del pasado quiera ocupar el centro del escenario cuando la vida se lo lleva a un rincón.

Cuando se pone serio, Aznar es respetable y gracioso. Mucha menos gracia tiene cuando hace chistes anticlimáticos y se mete en el terreno pantanoso de unas bromas que sólo sirven para recordarnos su neoconservadurismo extremo, su intimidad ideológica con Bush, su vasallaje ante una ley de la selva que nos ha llevado a una crisis financiera, política, militar y humana de consecuencias todavía difíciles de calcular. Da miedo Aznar cuando divulga chistes sobre el cambio climático, porque la experiencia nos dice que si formula una predicción de frío pueden subir 40 grados los termómetros, y a ver que hacemos entonces con su bufanda. No, lo del Predictor no es lo suyo.

Como estaba obsesionado con el ex presidente Felipe González, Aznar quiso preparar su salida de la política como si fuese una lección moral escenificada contra el antiguo gobernante socialista. Si Felipe había intentado permanecer en el cargo más de lo conveniente, impasible frente al grito de váyase, señor González, Aznar vaticinó para él mismo una salida gloriosa. Iba a abandonar la Moncloa por propia iniciativa, dejando a su heredero en el Gobierno. Entonces las cosas empezaron a salirle rematadamente mal, perdió unas elecciones a las que no se había presentado y el mundo se empeñó en poner de manifiesto sus errores y las consecuencia desastrosas de su política. Por si faltaba algo, al ex presidente Felipe González le ha dado por envejecer bien. Se comporta como una experiencia útil. Con un rejuvenecido acento andaluz, critica incluso la cara sucia del capitalismo. Ahí está, mejor que nunca.

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