El poder en sus manos
En un momento de debilidad me compré una motosierra. No es que la necesitara especialmente. Hasta el momento me había desenvuelto bastante bien con el hacha, que además te da un aire así a lo El último mohicano del bricolaje. La motosierra ha sido la culminación de mi escalada en la adquisición de maquinaria pesada. Antes compré una desbrozadora, y hace un tiempo, un cortacésped. Un hombre que se precia ha de tener herramientas, cuanto más grandes, mejor. Son un signo de virilidad y poder. Te hacen sentir alguien. Inspiran respeto. El problema es que tienes que usarlas.
El camino a la motosierra pasó por un árbol. Había que derribarlo para construir unos parterres de flores. Yo no quería hacerlo. Me gustan los árboles. Dan cobijo a los pájaros y los druidas colgaban en ellos los cuerpos ensangrentados de sus víctimas. No puedes colgar un sacrificado en, pongamos, un pomo de dalias. El árbol, un alto pinsapo, lo cortamos Evelio P. y yo con el hacha y mucha hombría después de volver a ver Raíces profundas y bebernos dos botellas de vino. Tuvimos que ayudarnos de una sierra de marquetería, un serrucho y un mazo. El "¡árbol va!", que conmovió al vecino, no llegó hasta al cabo de varias horas de esfuerzo, ebriedad y peligro, y nos dejó con lumbago, ampollas, resaca y la ambivalente sensación de haber hecho algo heroico pero rematadamente estúpido.
Tener motosierra imprime carácter. La usaron Leatherface y Paul Newman
Así que la semana siguiente yo estaba en la ferretería Comella de Vic para comprar mi motosierra. Traté de adoptar un aire de hombre de mundo, firme, varonil y algo rural -tipo el Hank Stamper de Paul Newman en Casta invencible-. Pero con la camisa de cuadros, mis viejos pantalones de peto y rociado de Old Spice parecía más bien el protagonista de Granjero último modelo. Mientras esperaba fingí interesarme en las carretillas (ya tengo una). "Quiero una motosierra", dije golpeando con la mano en el mostrador cuando llegó mi turno. Me pareció ver alguna sonrisa irónica entre la avezada clientela. "¿Eléctrica o de gasolina?". Vaya. Opté por la de gasolina, me pareció más seria. Uno no puede imaginarse a Leatherface quedándose a media faena porque le han desenchufado el instrumento. "Ya que está, por un poco más de precio llévese una bien potente y con la espada larga. Lo va a agradecer. Ésta le va a cortar de todo". El dependiente puso ante mí la Talon AC3102/50 (297 euros), un aparato siniestro que irradiaba maldad. Con un trasto así, la semana pasada atracaron un banco en Poughkeepsie (Nueva York). También parece haber sido el utensilio empleado para rebanar el cráneo a las seis mujeres del caso de la granja de Pickton. Tragué saliva. "Una buena opción. Un pedazo de herramienta, sí señor, aunque hay que evitar el contragolpe de pellizco. ¿Sabe manejarla?". Asentí vagamente y contuve el impulso de huir. Ya había ido demasiado lejos para echarme atrás. Salí de la ferretería con la motosierra en la mano, como quien acaba de adoptar un cocodrilo. La gente se apartaba a mi paso.
En casa, las niñas parecieron interesadas, no en balde ya son adolescentes y lo saben todo de la vida y de La matanza de Texas. "Te cortarás una mano, papá", vaticinó desapasionadamente la mayor. "Harías mejor en seguir con los libros". Finalmente nos dejaron solos en la leñera a la motosierra y a mí. Ella parecía esperar algo, pero no supe qué decirle. La noticia de la máquina se extendió como un reguero de pólvora y los amigos vinieron a verla. Percibí su envidia. "¡Hostia, tú, igual que aquella con la que Santi P. se rebanó un dedo!". Pasaron varios días hasta que decidí probarla. No podía posponerlo más. Leí cuidadosamente las instrucciones durante varias horas, en especial los prolijos y alarmantes apartados sobre seguridad. Pasé el dedo sobre la afilada cadena, como el chico de Owen con la bayoneta -"how cold steel is, and keen with hunger of blood"-. La cebé con gasolina, inspiré a fondo y tiré de la cuerda de arranque. La motosierra cobró vida convertida en una fiera hambrienta y de la espada surgió un sonido espantoso, como de cientos de mandíbulas ansiosas. Aferré con fuerza el asa y el mango mientras todo mi cuerpo temblaba espasmódicamente y me castañeteaban los dientes por la vibración. Presa de un enajenado frenesí, corté ramas y troncos, hice astillas una vieja cómoda y me llevé por delante dos vallas y el pilar de la caseta del coche. Sólo me detuve, jadeando, cuando se acabó la gasolina.
No he vuelto a usar la motosierra. Reposa desde entonces en el galpón de las herramientas rodeada por los otros ingenios que he ido acumulando y que, como la patética colección de restos anatómicos que guardaba el protagonista de La mosca de Cronenberg, me configuran una identidad postiza, de hombre muy masculino, sólido y fiable. Por la noche, cuando todos duermen en casa, la visito sigilosamente. Me siento a su lado, en el suelo, y acaricio con prudencia sus dramáticas hechuras, sus dientes de rottweiller mecánico, en los que aún cuelgan como coágulos húmedos restos de serrín y resina. Ella ronronea y desde su cuerpo musculoso fragante de grasa se eleva la promesa atroz de que haremos grandes cosas juntos.
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