Una historia de desamor
Música contemporánea es, para mucha gente, aquella que obliga a un esfuerzo que no vale la pena pues presenta códigos sonoros no habituales y difíciles de entender. Quienes se apuntan a esa definición incluirían como músico contemporáneo a Pierre Boulez pero no a Richard Strauss. Sin embargo, Richard Strauss muere en 1949, tres años después de que comenzaran los cursos de composición de Darmstadt que tratan de cerrar el viejo régimen y hacer nacer uno nuevo con afanes de revolución y de los que Boulez sale entronizado primero como emblema y luego como factótum de la modernidad. Como tantas veces, la revolución se malogra, el dogma aflora y los ombligos propios atraen más que las almas ajenas. Así, casi sesenta años después, esa música que se decía nueva sigue siendo discutida aunque haya dejado de serlo. Richard Strauss, sin embargo, continúa escuchándose con la misma admiración de entonces y sus obras no paran de generar derechos de autor.
Hay, por tanto, un malentendido con la música contemporánea que no se produce ni con la literatura ni con el arte, donde ese corte conceptual, estético o simplemente cronológico se asume con mucha mayor naturalidad, porque las vanguardias se asimilaron con más tranquilidad y menos autoritarismo o porque ahí el mercado es más soberano y está menos intervenido. Un lector no se sentiría menos moderno, en una tertulia de presuntos entendidos, por preferir a Graham Greene antes que a James Joyce. Sin embargo, en una musical, su preferencia, qué sé yo, por Vaughan Williams frente a Bryan Ferneyhough sería castigada severamente. Y es que la música contemporánea ha ido separándose del gusto en una deriva peligrosa, pues al fin es el corazón más que la cabeza lo que influye en la consideración de ese oyente al que se pretende ganar para la causa -para una parte de la causa, diríamos mejor-: lo que se hace aquí, ahora y con un determinado sesgo formal. Música contemporánea es toda la que se escribe en nuestro tiempo, no sólo la que obliga a trabajar duramente al oyente por haber sido compuesta con un aparato técnico complejo y una deseada ausencia de voluntad expresiva. Sin embargo, es ésta la que se ha ganado el derecho a usar el rótulo y, por ello, a quedarse fuera de juego y a quejarse de su suerte.
De ahí que en el presunto divorcio entre el público y la música contemporánea, ésta tenga su ración de culpa por maltrato. Pero hay música de ésa que aún consideramos de hoy que le habla con libertad y que sí parece entender pues la recibe con respeto. Piezas reveladoras que han llevado a muchos oyentes a considerar una parte de la creación del presente nada más y nada menos que como una obra de arte que supuso un cambio en su modo de escuchar y hasta de ver la vida: la Turangalila de Messiaen, el Réquiem para un joven poeta de Zimmermann, la Sinfonía de Luciano Berio, Prometeo de Nono, Satyagraha de Philip Glass, Coma Berenices de Francisco Guerrero... Y, a partir de ahí, a nadie se le puede reprochar que haya colocado el listón tan alto. Para el público soberano, para el no puramente gremial, sólo existen dos músicas: la que le gusta y la que no. Esa evidencia no significa que el creador deba obligarse a sí mismo a ser entendido sino que hay que trabajar con ella: las administraciones públicas ofreciendo incentivos, los educadores preparando a las audiencias desde jovencitas y los programadores arrimando el hombro. Estamos hartos de decir que la actual música española vive un momento magnífico. Y es verdad. Y por eso hay que inventarse cosas para atraer a los públicos, como hace el CDMC en sus conciertos del Museo Reina Sofía, llenos a reventar -también con gente que pasaba por ahí y que ve cómo la cosa no era tan grave- no sólo porque sean gratis sino porque se ofrece buen género. Allí han estado el Cuarteto Kronos con su crossover y George Benjamin y tantos autores españoles que se merecen algo más que una subvención para que se toque su obra esa sola vez. Así que menos cuotas de obligada programación -ese anhelo que carga el diablo- y más imaginación. -
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