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Columna
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Titanic

Siempre ha llevado asociado a su nombre el estruendo de la catástrofe, el temor reverencial que se sigue de la caída del héroe trágico, una vez que le corresponde recibir el castigo a su soberbia y ha de sufrir por intentar escalar el trono de los dioses. Porque hay fronteras que no es posible salvar sin peligro, incluidas las del tamaño, las de la manga, la eslora y el lujo. En todas ellas, el dichoso buque fue superlativo: su envergadura hubiera espantado a un leviatán y le habría hecho volver al infierno sintiéndose sardina enlatada, las luces que engalanaban las diversas cubiertas de primera y segunda clase hacían confundir la nave con una feria flotante, y la ostentosidad de la decoración interior, que no cejó en repartir paneles de roble, porcelanas, bronces y apliques por escalinatas y salones, habría avergonzado al palacio del sultán de los cuentos. Tanto exceso merecía un toque de advertencia, era como hablar a voces. Y el aviso, según sabemos, vino de un bloque de hielo sumergido hasta la cintura que el fatídico casco no pudo sortear y que dio con todo aquel empacho de mal gusto y de amor por lo exagerado en el fondo del mar, o en ese infierno en que el leviatán tenía su madriguera. El destino del barco no tardó en adquirir un tinte ejemplar, moralizante, casi teológico: en su empeño loco por domeñar a la naturaleza, por apabullarla con nuevas máquinas, ingenios y monstruosidades, el hombre se había creído promovido a Dios y había sufrido una ducha de agua fría que debía recordarle la miseria de sus recursos: sus barcos eran nueces, su orgullo una triste fanfarronada. Luego llegó la película de Cameron y el transatlántico dejó de servir de excusa a reflexiones levíticas sobre la vanidad de lo humano para convertirse en lo que todavía es hoy, una de las piezas más apreciadas del museo kitsch de nuestra posmodernidad: decir Titanic es decir amor que no conoce tabiques, que atraviesa fogosamente los compartimentos del espacio y el tiempo, un marco idóneo para la pasión sin recato ni vergüenza ajena.

En esa nube de sentimientos en tecnicolor flotarán, digo yo, tanto los miembros del gobierno como los de la oposición del Ayuntamiento de Sevilla, quienes se declaran entusiasmados ante la posibilidad de resucitar el Titanic en el muelle junto al Guadalquivir. No, no se trata de otro barco, sino de un sucedáneo de ladrillo igualmente estomagante que pretende reproducir las medidas del original, y que por tanto contaría con una fachada de 269 metros de longitud por 56 de altura, lo que en su día abarcó el mito de proa a popa y de la quilla a la cima de la chimenea. Hay por ahí una empresa dedicada a la promoción turística que se hace llamar Musealia Entertainment y que ofrece la gestión del Titanic varado, que incluirá hasta tres hoteles de categoría variable, siempre que el ayuntamiento de destino ponga de su bolsillo, amén del solar, una ayudita para cemento, albañiles y otras minucias sin importancia: al parecer, hasta una decena de ciudades, entre las que se cuentan Nueva York, Madrid, París y Londres, aspiran también a la ocasión inigualable de prestar colorido a su paisaje urbano con el pastiche del pecio más lujoso de todos los tiempos. Cuesta creer que en el Ayuntamiento sevillano se tomen en serio el asunto, pero me aseguran que es así: que el Titanic de pega podría aumentar el tirón turístico de la ciudad, que mejoraría su oferta cultural, lamentablemente parca en parques temáticos y museos de cera, y que añadiría un buen millar de plazas hoteleras, tan necesarias en ciertos meses de canícula, a las ya existentes. No sé en qué acabará la cosa, pero prefiero ni pensar que el presupuesto de turismo y cultura del municipio se va al fondo del mar con un barco de película. No es el mejor modelo para sacar la crisis a flote.

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