Las calles carnívoras
Bajo el largo influjo de los Juegos Olímpicos de Pekín, esta mañana he tomado un cercanías, que ha llegado -perdónenme- rigurosamente puntual, y he ido al Vallès Oriental; pero creo que, en realidad, me empujaba una fuerza histórica extinguida, o tal vez una corriente zen de búsqueda de la historia, si es que cabe una corriente roja en el zen. He ido a La Llagosta, digo, en busca de la palabra que, en este lugar de edificios modestos, con escaleritas de cemento para subir a las porterías, palpita en los rótulos de sus calles. Lo que yo llamo olvido es la palabra. La palabra es lo que queda fuera de uno, y también lo que queda fuera de la historia. En busca de todo eso he ido.
En esta ciudad de 13.000 habitantes, y con tanta superficie de vivienda como de polígono industrial, en este sitio de descampados achicharrados con el sello negro, con el carbón, de alguna hoguera recién sofocada, hay, por ejemplo, una avenida que se llama del Primero de Mayo y que es una calle normal y corriente, que empieza, en una acera, con un negocio doméstico, Lanas Carmen, y en la acera opuesta, con la frutería Hermanos Guerrero; y hay también en La Llagosta una plaza dedicada a los Derechos Humanos, y otra calle consagrada a Miguel Hernández, donde todavía jadea, como un carnívoro cuchillo, un vetusto transformador sujeto a una torre de la luz, y otra calle ofrecida a Federico García Lorca, con sus vías del tren, que al pasar por aquí es un tren que está yendo continuamente a Fuentevaqueros, y con su paso a nivel como una aduana en un desierto, y con unas golondrinas veraniegas con camiseta de algodón blanco, que toman resuello en las catenarias.
En la nomenclatura fulgentemente anacrónica de estas calles lo que se constata es el espejismo en que se va convirtiendo la historia. Lo que en esa nomenclatura se ve es cómo fosilizamos en las palabras. El callejero de La Llagosta lleva grabado el ADN de una especie para siempre desaparecida, que es el trabajador industrial, el paria de fábrica y pegatina que quiso proletarizar la política, y así compatibilizó el reloj de fichar en el trabajo con el cargo de concejal. Y que puso nombre a las calles como el hombre puso nombre a los animales (lo dice la Biblia y también Bob Dylan) en los primeros días de la Creación.
He ido a pasear por esas calles de La Llagosta, a leer en un banco de su parque, que se llama parque Popular y que es popular de niños y de bancos, y de tierra cuidada y de pinos con fiebre de montaña, donde los trabajadores jubilados pasean a sus nietos (en eso ha quedado el conflicto de clase).
Al fresco de las terrazas, junto al parque, los viejos del colesterol y del Sintrom juegan al dominó en pantalón corto, con su quinto sin alcohol, y dentro de los bares unos ancianos (alguno con un palillo de dientes tras la oreja) ven una película del Oeste en un canal de pago, sin darle importancia, y se toman su vasito de vino con unas gambas de tapa. Se cruzan a distancia dos viejos que van por el parque y uno saluda a otro con un grito de campo, que es un grito como de llamar a las cabras, y cuando le mira le hace con la mano el gesto de "te voy a cascar", y el otro se ríe y le dice en voz alta: "échale valor". Y dos mujeres mayores, que pasean juntas por la sombra, conversan sobre su gordura, y la que va más ladeada le explica a su amiga la fatiga que le produce el andar y la incomodidad con que le aprieta la ropa: "si es que las bragas las llevo aquí enrolladas", protesta con su trabajoso equilibrio. Al otro lado del parque, en una nave del polígono, hay una vieja, industrial higuera plantada entre el cemento, en el que se extiende una tupida alfombra de higos sin recoger, pequeños, amarillos, pudriéndose como palabras viejas.
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