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Necrológica:En memoria de Manuel López López
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El mejor abogado laboralista

Ha muerto el viernes de la semana pasada, el 29 de agosto. En Madrid, adonde había vuelto pocos días antes desde Galicia, la tierra de sus padres, para llevar flores como todos los años a la tumba de su mujer, Dolores Sacristán, en el aniversario de su muerte. Un gesto que refleja bien la dimensión sentimental y tierna de una personalidad compleja, capaz también de la dureza indispensable en el enfrentamiento con la dictadura; en la lucha por la utopía de la revolución socialista.

Nacido en Madrid hace 78 años, Manolo estaba orgulloso de su condición de hijo del pueblo, y al pueblo consagró su vida. Materialista profeso en lo intelectual, era moralmente un puro idealista que puso su vida al servicio de un ideal, sin regatear sacrificios. Creyó que el comunismo era el camino para liberar al proletariado de sus cadenas, llevar al mundo a una nueva época de abundancia en la que cada uno pudiera recibir de acuerdo con sus necesidades y, en fin, superar para siempre la enajenación en la que los hombres hemos vivido desde el comienzo. Seguramente, como toda fe, religiosa o secular, también la suya estaría llena de dudas y supongo que la perdió por completo en 1989, o quizá mucho antes; nunca hablamos de ello. Sea como fuere, Manolo López, como el San Manuel Bueno de Unamuno, no dejó nunca que sus dudas o su descreimiento se traslucieran en su actividad, que no pusiera en peligro la esperanza de los fieles y desde luego no debilitara su tenaz lucha para defender en los tribunales la causa de los trabajadores.

Y esto es lo que en definitiva importa. La vida de los hombres no debe ser juzgada por la consistencia interna de las ideas en las que creyeron, sino por la naturaleza, altruista o egoísta, de los objetivos que a lo largo de ella persiguieron. Y Manolo López vivió para los demás, para un ideal altruista por el que renunció a toda finalidad egoísta, a la búsqueda de la felicidad, para decirlo con la célebre fórmula ilustrada que campea en la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

Estudió Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, trabajando al mismo tiempo en el modesto despacho de pan que su familia tenía en la avenida de Felipe II, el escenario añorado de sus juegos infantiles. Ya entonces, en la Facultad de Derecho, en donde nos conocimos, Manolo se proclamaba miembro del bando de los vencidos, pero hasta donde sé no tenía actividad política alguna, y entre los muchos libros que devoraba y que eran el tema habitual de nuestra conversación, no figuraba ninguno que hubiera podido introducirlo en el pensamiento marxista. Leía (leíamos) sobre todo literatura y algunos ensayos, más de autores españoles (sobre todo, claro está, Ortega y Unamuno) que de extranjeros. De esa época de juventud viene el entusiasmo de Manolo por Chesterton, un entusiasmo que mantuvo hasta el final de su vida y que, para quienes lo encontraban sorprendente en un dedicado militante comunista, explicaba con el argumento de que la lectura de Chesterton era vía obligada para comprender a Hegel y, por tanto, también a Marx.

Pero esa argumentación y la necesidad de utilizarla son de una época posterior, no de nuestra convivencia en la Facultad. Sólo años después de terminar la licenciatura, e incluso el servicio militar, que hicimos juntos en Sidi Ifni, se incorporó Manolo al Partido Comunista como militante comprometido al máximo en las tareas del partido, especialmente en su condición de abogado del partido y, sobre todo, del sindicato Comisiones Obreras. Una actividad por la que no recibía otra remuneración que la indispensable para una muy modesta vida familiar, pero que le llevó repetidamente a la cárcel, y le hizo víctima, creo que más de una vez, de torturas en las dependencias policiales.

No sé si mantuvo hasta el fin de sus días la militancia en el partido, ni en qué momento la abandonó, si es que llegó a abandonarla. La colaboración con Comisiones Obreras se siguió hasta la muerte, aunque ya desde hace unos pocos años sus achaques le impidiesen mantenerla al ritmo del pasado. Como se decía en la esquela publicada por Comisiones Obreras, fue hasta el final de sus días un abogado comprometido en la lucha por la libertad y los derechos de los trabajadores. Un luchador infatigable que, ni como político ni como intelectual, pretendió nunca reconocimientos o recompensas.

Un hombre que vivió en el anonimato, pero que a la hora de su muerte debe salir de él, si no queremos que se pierda para siempre el recuerdo de uno de esos héroes anónimos, a quienes realmente debemos, seguramente, más que a los dirigentes políticos o a los intelectuales públicos, la libertad de que hoy gozamos.

Francisco Rubio Llorente es presidente del Consejo de Estado.

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