El efecto llavero
Jonathan paseaba por una calle adyacente a la playa de La Malvarosa. No silbaba, pero tenía las manos en los bolsillos. Mediodía de agosto. El sol cae en picado sobre su cráneo, ni las Ray-Ban funcionan. Entró en un bar, pidió una cerveza, era turbia, pero no tenía ni limón ni gaseosa, esa contradicción le incomodó. Pagó. Ya en la calle, al girar una esquina, vio un chiringuito de souvenires. Se detuvo ante la docena de llaveros que tenían colganda la miniatura de La Ciudad de Las Artes y Las Ciencias de Valencia, la de Calatrava, tallada en madera de pino. Se puso las Ray-Ban por diadema, tomó un llavero entre las manos; le dio unas cuantas vueltas antes de comprarlo. Se alejó pensando en su buena suerte por haber encontrado esa pieza tan singular. Ya en casa, razonó que adquirir un monumento en miniatura equivale a la maravilla de tener una obra de grandes dimensiones en la palma de la mano, y eso hace que el monumento real, que en principio siempre es un armatoste lejano y extraño, se torne aún más extraño e incomprensible; no se adquiere un llavero de esas características para acercarse al monumento, sino para alejarlo aún más, para borrarlo. Esa noche, mientras ve la tele, Jonathan hace una reflexión aún más audaz: tener ese llavero es como tener la maqueta de la obra, es decir, el paso previo a la obra real, lo que le hace ser, en cierta manera, su creador, su constructor, Calatrava mismo. En ese momento, decide dedicarse a coleccionar todos los llaveros que encuentre de La Ciudad de Las Artes y Las Ciencias. Clava una punta en la pared del dormitorio, lo cuelga. Antes de acostarse observa cómo pendulea.
A veces creo entender lo que sintieron los primeros que llegaron al Machu Picchu o a la Luna, y también creo entender lo que sentirán los que algún día descubran la exacta ubicación de la Atlántida
Bob no sabe qué hacer, no ya con su vida, sino con ese jueves tórrido de agosto que la ha tocado vivir en la calle 34 del barrio de Chelsea, Manhattan. Se pregunta repetidamente, ¿dónde se mete la gente de Nueva York en agosto? Se pone los pantalones con intención de bajar a la licorería de la esquina a por una botella de vino y, de paso, pillar un slice de pizza en el carrito del polaco, y ya que está, ir al videoclub a por la segunda temporada de Bonanza. Pero la licorería no está abierta al mediodía, el carrito del polaco pone "cerrado por funeral", y en el videoclub Bonanza está alquilada, así que se lleva la 3ª temporada de House. De camino al portal, un tipo avanza hacia él por la acera, que es un huerto de soles y espejismos. Le ofrece Rolex falsos, collares de plástico. El reflejo de un envoltorio de helado del suelo le da en un ojo, no ve con claridad. Finalmente compra un llavero de la Estatua de La Libertad; le hace gracia porque está construida con cerillas. Tiene muchos llaveros de la dama blanca, pero éste nunca lo había visto. Con House en una mano, y la Estatua en la otra, entra en su apartamento. A Bob le fascina el hecho de que todo monumento sea susceptible de amasarse en miniatura con el material que a uno se le antoje. Todos los materiales pueden convertirse en Estatuas de La Libertad: yeso, carey, silicona, caucho, tibia de vaca o cerillas. Esa ubicuidad de la miniatura le parece algo definitivo para postular la superioridad de las Estatuas de llavero sobre la original. Es más, si por él fuera, cogería un día el barco turístico que sale de Downtown y dinamitaría el monumento. Deja la Estatua de la Libertad sobre la encimera de la cocina, entre la botella de Budweiser vacía y un libro de un tal Roland Barthes que pone en el lomo: La Torre Eiffel. Ese libro le gusta, habla de copias y llaveros.
Hace pocas semanas, con eso de que la novedad solar del verano te lleva a hacer cosas raras que en otro momento ni te plantearías, me tumbé en la silla reclinable de la piscina del hotel y me entregué a la lectura del cuento Calidoscopio, de Ray Bradbury. La brutalidad de uno de los párrafos es el siguiente: después de que la nave en la que viajaban se partiera en 2 como por la intervención de un gigantesco abrelatas, los 12 astronautas salen expulsados. Cada cual se pierde en caída libre, el espacio vacío los absorbe hacia órbitas desconocidas o hacia la desintegración, lo único que les une son sus radiotransmisores. Ahora en vez de hombres eran sólo voces, voces incorpóreas y desapasionadas, con distintos grados de terror y resignación. Cerré el libro, lo dejé sobre la toalla y pensé en cómo, a lo lejos, diminuto, verían esos perdidos astronautas nuestro planeta, qué clase de extraña miniatura sería para ellos la Tierra cuando ésta no es un llavero sino que sigue siendo el planeta Tierra. Pensé mucho en eso, también en otra gente que se había perdido sin rastro en lugares que aún nadie ha visto. Es una imagen que no deja que mi cabeza descanse.
Entonces ocurrió lo siguiente: abandoné la piscina y me fui directo a la habitación. Tras una ducha encendí el ordenador y entré en un blog que a veces visito. Es un blog de viajes que desde hace un par de años está inoperativo, pero lo conservan tal como quedó abandonado. Me gusta ver esas palabras e imágenes detenidas en un tiempo que ya no existe, una arqueología del saber. Como debo ser la única persona que lo frecuenta, la sensación es la misma que descubrir y habitar por unas horas un espacio perdido. A veces creo entender lo que sintieron los primeros que llegaron al Machu Picchu, o a la Luna, y también creo entender lo que sentirán los que algún día descubran la exacta ubicación de la Atlántida. Repasé las ofertas de vuelos a Cancún, hotel incluido, leí los comentarios de un grupo de viajeros a los que les habían estafado en Praga, otros que glosaban su experiencia con las avispas en las Alpujarras, me detuve unos instantes en las fotos de "Submarinismo en Cuba Ya", en las que descubrí publicidad encubierta sobre prostíbulos bajo el agua, y así hasta que una anomalía me detuvo: noté por primera vez la foto de la Estatua de la Libertad gastada, como si los píxeles hubieran perdido intensidad. Tiré para adelante y lo mismo me ocurrió con una foto de La Ciudad de Las Artes y Las Ciencias de Valencia. Días más tarde ese efecto había aumentado, de ambas imágenes casi habían desaparecido los píxeles centrales, exhibían un vacío, un pequeño agujero gris; de momento no era negro. Desde entonces el efecto ha ido en aumento, extendiéndose hacia el borde de las siluetas de esos monumentos, pero no los traspasa, muere en sus contornos, y eso me extraña. Hasta he pensado que no es que pierdan sus píxeles, sino que desde muy lejos algo arroja su sombra sobre ellos. -
.Pensé cómo a lo lejos, diminuto, verían esos perdidos astronautas nuestro planeta,
qué clase de extraña miniatura sería para ellos la Tierra. Por Agustín Fernández Mallo
Agustín Fernández Mallo es autor de la novela Nocilla Experience y del poemario Carne de píxel
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