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Columna
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Vírgenes y verbenas

La de la Paloma es la última verbena del año en la tradición madrileña, tradición moderna pues se remonta, como tantos otros ritos locales, al fecundo siglo XIX. El culto a la Virgen de la Paloma es una devoción popular engrandecida y afamada por una zarzuela cuyo libreto, original de Ricardo de la Vega, no tardaría mucho en convertirse en biblia profana del imposible casticismo madrileño; imposible por contaminado y ecléctico como corresponde a una ciudad de aluvión, excéntrica metrópoli donde casi todo es de importación incluyendo a la mayoría de sus habitantes. El casticismo madrileño es una construcción ingeniosa que apadrina y adopta modos, modas y modismos extranjeros cuando le caen en gracia. Su prenda más típica es el mantón de Manila, oriundo de Cantón y adornado con flecos en Filipinas para adaptarlo al gusto abarrocado de las madrileñas de vestido chiné.

Las devociones más castizas no son las que marcan los calendarios y los santorales

Su danza emblemática es también de tercera mano, el chotis, danza escocesa probablemente recriada en Flandes que no se acompaña con un instrumento musical sino con una máquina importada de París. El ritmo sincopado del piano mecánico, organillo, impone al chotis sus movimientos maquinales, los danzantes giran ensimismados como muñecos de una caja de música, se mueven como mecanismos de relojería, rígidos como maniquíes para exhibir mejor sus galas de fiesta. El tipo del madrileño castizo es el hortera, el dependiente de comercio de tejidos y confecciones que echa mano de los armarios y cajones de la empresa y se viste como un señorito advenedizo para seducir a ingenuas modistillas que confeccionan y adornan sus trajes de fiesta con los recursos de los talleres en los que no dan puntada sin hilo. Al hortera le delatan sus excesos vestimentarios y le pierde su afición a la parpusa, que es una gorrilla proletaria. El hortera se transforma en chulo cuando empieza a "ondular y estructurar", como el Pichi, a su clientela femenina y a sacarles más de un duro para gastárselo en sus vicios y caprichos.

El casticismo madrileño es golfo y marginal, pero tiene su gracia picaresca y su aureola zarzuelera, capaz de rescatar y entronizar en su panteón a un viejo verde y opiómano como Don Hilarión o de burlarse de la ley y el orden convirtiendo en héroes populares a tres rateros de la Gran Vía. El casticismo madrileño tiene también su lado piadoso y sui géneris. Sus devociones más castizas no son las que marcan los calendarios y los santorales. La Virgen de la Paloma desbanca a la oficialista de la Almudena y el Cristo de Medinaceli supera en fieles al patrón san Isidro por mucho que a éste le ferien con toros y romerías. El culto al severo nazareno de Medinaceli se impuso misteriosamente en las primeras décadas del siglo XX. Es un cristo cetrino y africano que fue cautivo en efigie de Muley Islam, rey de Fez en el siglo XVII, y rescatado posteriormente por los trinitarios que lo albergaron en la iglesia de los duques de Medinaceli, hoy a cargo de los jesuitas. Es un cristo hierático de trayectoria viajera y ajetreada, una talla inmigrante que acogió una duquesa y adoptó el cristiano pueblo de Madrid.

La imagen de la Virgen de la Soledad, que se venera en Madrid como Virgen de la Paloma, recibe su nombre del ave que custodiaba la efigie de otra Virgen madrileña, la de Maravillas, en el centro de la ciudad; esta paloma, viajera y mensajera del Espíritu Santo, acabó bautizando el corral en el que unos muchachos hallarían más tarde, entre pilas de leña, la virginal efigie que una comadre del barrio les compró por cuatro cuartos para colgarla en la puerta de su casa. La pintura, sin méritos artísticos relevantes, se convertiría en icono castizo por excelencia, Virgen de barrio, imagen peregrina de incierta procedencia y difusa trayectoria, a la medida de una ciudad mestiza cuyos habitantes eligen a capricho sus cultos y sus fiestas patronales. Patrona de los bomberos de la urbe que la rescatan cada año y de los madrileños que no se van de vacaciones o que ya las tomaron.

La verbena de la Paloma es tumultuosa, callejera y popular, multicultural y promiscua y por ella pululan los últimos castizos, afantasmados y aferrados al manubrio espasmódico del organillo, mientras los jóvenes cambian la limonada por el botellón y el chotis por el hip-hop.

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