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Columna
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Economía para la ciudadanía

Los políticos profesionales lo están consiguiendo: la economía ha devenido una ciencia confusa. Como el fútbol o la TV (cada ser humano lleva un entrenador y un programador dentro de sí), la economía y su teorización están sustituyendo al clima como divagación conversacional. Si en un ascensor, alguien afirma taciturno "la que está cayendo", no se refiere a la lluvia, sino a la inefable crisis.

No se trata de un estado de confusión colectiva, es la respuesta popular a que la política ha convertido la ciencia económica en una superstición. Y los economistas "de carrera" se ven convertidos en perplejos zahoríes que deben adivinar las cifras del paro, la inflación, el petróleo, el PIB o el propio calendario de la crisis trimestre a trimestre. Ante eso, todos necesitamos armar nuestro propio discurso.

Todo lo que pueden hacer los gobiernos o son meros parches o son privilegios para los que más tienen

Posiblemente en las tesis de semiótica política del futuro se estudiará el gran fallo de Zapatero de dilapidar tan reciente ventaja electoral con la terquedad de negar nominalmente la crisis, apoyándose en un optimismo social de manual de autoayuda y en el academicismo de un Solbes profesoral estableciendo escolásticos matices entre crisis, desaceleración y recesión.

Lo patético es que se les notaba demasiado el manual de estilo. Pero más patético aún, en el reino del pensamiento único (¿por qué habrá caído en desuso tan vigoroso concepto?), que establece que la única economía legal y constitucional es la economía de mercado, es la puesta en escena, tanto por parte de Gobierno y oposición, de que es relevante y decisivo lo que pueda hacer el poder político.

En la economía de mercado todo lo que pueden hacer los gobiernos o son meros parches o son privilegios para los que más tienen. Las recetas se contradicen en sí mismas. Tan demagógico es pensar que porque se rebajen los impuestos aumentará automáticamente el consumo como que, por simple declaración de intenciones, se puedan preservar las prestaciones sociales, fundamentalmente la cobertura de desempleo, y que eso conviva además con la absurda y críptica aplicación de los 400 euros en el IRPF.

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Cuando se habla de aumentar las inversiones públicas en infraestructuras y vivienda social, habrá que preguntarse por qué no se hizo antes si efectivamente era necesario y, en el caso de la vivienda pública, cómo podrá convivir eso con el franco superávit de viviendas construidas. La proliferación de sofismas y supersticiones nos ha convertido a cada uno en erráticos premios Nobel de Economía y lo peor es que esto ocurre después de que la presunta bonanza económica había hecho de cada ciudadano un especulador en potencia dispuesto invertir en ladrillo el dinero que incluso era incapaz de ahorrar.

Si a la manipulación de la economía política se le une además el esoterismo fiscal, rozamos ya el disparate. Alguien nos tendrá que explicar por qué la crisis económica puede anular la discusión justa sobre la financiación autonómica cuando es obvio que las necesidades y la igualdad aspiracional de los ciudadanos de cada territorio no pierden legitimidad con crisis o sin ella y que además en cada uno de esos territorios los gobiernos autonómicos vienen siendo los mayores dinamizadores de la economía del entorno.

Padecemos un sistema económico en el que se asume acríticamente que los ciclos son irreversibles y carecen de explicación como los fenómenos atmosféricos. Se sobrevaloran los indicadores cuantitativos frente a los cualitativos. Los propios conceptos de riqueza y de crecimiento económico, el PIB, se convierten en ideología de la peor cuando se abstraen de lo baremos distributivos.

Recientemente hemos asistido a episodios de confrontación política derivados de la implantación de la asignatura de Formación para la ciudadanía y acaso habría que pensarse seriamente la conveniencia de una Economía para la ciudadanía que nos dotase de las claves básicas para pensar dialécticamente la justicia fiscal, la libertad y la igualdad.

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