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ficciones

EL SONIDO DE LOS SILENCIOS

ntró sin saludar y cubrió el formulario con letra hosca. Sí, ya sé que se dice tosca, pero la de éste era hosca. Mi forma de escribir también es así. Quieres apurar y lo que haces es perforar. Traía un papel con el título del libro en letra diferente y en mayúsculas. Miré de reojo: Maravillas de la vida de los insectos.

-Ya está prestado -dijo con sorna Aosta-. Lo tiene Pope y no lo ha devuelto todavía. Debe estar atascado en los escarabajos enterradores.

El otro, al que llamaban Mac, apretó el bolígrafo como un punzón. Lo conocía de vista. Nunca habíamos cruzado una palabra. Aparté mi silueta con disimulo. Incluso en prisión, las herramientas de la cultura son muy peligrosas.

Mac soltó al fin el bolígrafo. Miró a Aosta con desprecio.

Silencio, aquello sí que fue silencio. toda la cárcel en suspense. Entonces se oyó un ruido inconfundible. No sé de dónde había sacado aosta el hielo, pero estaba masticando hielo

-Lógico que se atasque en los enterradores. Todos estamos interesados en tu biografía.

-Mi biografía la estoy escribiendo yo -dijo Aosta-. Se titulará Líneas torcidas. No te preocupes. Tú no sales ni en las omisiones.

El otro se quedó un rato pensativo. Yo también. Omisiones. Es una palabra pegadiza.

-Más te vale. Apúrate a escribirla.

Cuando el joven Mac se marchó, Aosta me hizo un gesto para que echase un vistazo a las solicitudes de lectura. Un mazo de hojas. En todas figuraba la misma petición: Maravillas de la vida de los insectos.

Tardé en reaccionar. Me fijé en las letras. Ya me pasaba de niño, cuando me tocaba escribir en el Cuaderno Escolar, y se me iba el tiempo leyendo lo que otros habían escrito. No conseguí nunca empezar una redacción. Tenía muchas ideas, pero no me llegaban a las manos. Incluso Marcelo Bretón llegó a escribir su cuento. Era muy breve, pero lo escribió. "La señora del pazo gritó a las criadas: '¡Cerrad las ventanas para que no entre el Céfiro!'. Le pregunté a Marcelo quién era el Céfiro y se encogió de hombros. El mundo está lleno de amenazas desconocidas. Yo no dejé rastro en el Cuaderno. El maestro me abroncaba. Y me golpeaba con la regla en las manos. Ahí tenía razón, ahí acertaba. Las manos se lo merecían, no yo.

-¿Qué les pasa a éstos con los insectos?

-Lo hacen para comerme la moral -explicó Aosta, llevándose el dedo a la sien-. Un trabajo de xilófagos. Subrayan cosas en ese libro. "El tictac del verdadero reloj de la muerte es el signo nupcial". Cosas así. ¿A qué no sabes qué es el reloj de la muerte?

Sí que lo sabía. Oí muchas noches aquel morse del bicho taladrador de la madera. Y con Comba había oído el sonido del piojo de los libros. El pequeño reloj de la muerte. Ahora callé. Quería que hablase él. Porque hubo un tiempo en que Aosta era un muerto. No abría la boca ni jugando a la baraja. Eso sí que me parecía imposible, chico. Eso no es disciplina. Es un suplicio. Yo me asfixiaría con el propio aliento si no rajo cuando juego una partida. Si no puedo ilustrar, no juego. Pierdes tamaño. No hay hombre. Ahí sí que establezco una conexión perfecta con las manos. Gritas: "¡De Herodes para Pilatos, matando el tres!". Pegas con el as en la mesa. "¡Las orejas del lobo! ¡Me cago en el Imperio Austro-Húngaro!". El tute cabrón es así. Un espectáculo. Y más en prisión. Un campeonato de tute equivalía a unos juegos olímpicos. Aosta no decía ni pío, y su compañero, claro, le seguía la pauta, porque él entonces era un gerifalte. Jugar sí que jugaba. Colocaba las cartas como un geómetra. Con aquel silencio mudo. Irrespetuoso. Así que un día, el de la final, reventé en medio de la partida.

-¿Pero tú qué clase de terrorista eres, cojones?

Silencio, aquello sí que fue silencio. Toda la cárcel en suspense. Entonces se oyó un ruido inconfundible. No sé de dónde había sacado Aosta el hielo, pero estaba masticando hielo.

-Eres un bocazas -masculló.

Y nada más. Posó su naipe en la mesa con la calma irritante de quien compone un puzzle histórico. Demasiada simetría para el tute cabrón. Los insultos se me agolpaban en los nudillos. Las manos se me enrojecieron de blasfemias. Aguanté. El caso es que ganamos en absoluto silencio. Aosta cumplió con las reglas del campeonato. El perdedor tenía que llevar durante un mes el presente de un desayuno bien surtido al vencedor en su calabozo. Lo hizo sin faltar un día. Con la competencia de un camarero. No añadió jamás una palabra al menú.

Ya dije que Aosta era un jefe. Él y los de su grupo se consideraban a sí mismos presos políticos y hacían vida aparte. Yo era un común. Cada vez me parece más rara esa palabra que llevo pegada a los zapatos. Común. Todos los comunes somos muy extraños.

Más tarde me cambiaron de prisión, y no volví a saber de Aosta hasta que vi su foto en un periódico. Se le citaba como uno de los que apostaba por el abandono de las armas. Fui siguiendo sus pasos en los papeles. Por curiosidad. Trataba de imaginarme al hombre más silencioso de la tierra, sopesando el bien y el mal, intentando convencer a sus camaradas, yo que sólo le había oído decir tres palabras en tres años. Por las noticias me enteré de que estaba casado y tenía una hija ya adolescente.

Fue con un nuevo traslado de prisión cuando me encontré a Aosta de auxiliar en la biblioteca. En verdad, era quien se ocupaba de ella. No salía de allí, había desaparecido de las noticias, al igual que el plan de paz, y creo que se alegró de verme.

-¿Sabes? Me consideran un traidor -soltó una tarde, después de enseñarme la foto de su hija-. Ella también ha dejado de escribirme.

Aquel día del incidente con Mac, yo iba a devolverle el original de las memorias que, en realidad, ya había escrito y mantenía camufladas con una encuadernación antigua.

-¿Qué? -preguntó, mirando hacia su obra.

Permanecí callado. Con una frialdad involuntaria.

-Tal vez sobra un tercio -murmuró él con humildad.

-Hay omisiones -le dije sin más.

Me había sorprendido que no dedicase ni una mísera línea al campeonato de tute. Y me dolió no figurar en sus memorias ni siquiera por aquel silencio que estuvo a punto de ahogarme.

EULOGIA MERLÉ

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