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Reportaje:sexografías | el tiovivo

VOYEURISMO ACÚSTICO

El sexo ruidoso es una modalidad de apareamiento que en verano alcanza su máxima, nunca mejor dicho, expresión. Abrimos las ventanas para refrescar nuestras caldeadas madrugadas y de pronto ya estamos atravesando a oscuras ese bosque de sonidos que componen las vidas cruzadas de anónimas parejas encamadas alrededor de nuestras cuatro paredes. No, ya no es sólo el ocasional retumbar en la cabecera, única señal de que había vida más allá de nuestros cuarteles de invierno.

Con la canícula la intimidad se abre de par en par y ya no hace falta pegar la oreja a ningún tabique porque los gemidos se desplazan libremente por el aire, suben y bajan pisos, se filtran hasta tu almohada y piden a gritos tu atención. Entonces sólo tienes dos alternativas: o sigues con lo tuyo o te concentras en contar cuántas veces se corre la chica del costado.

Y rock and roll. No sé si el sexo ruidoso está tipificado como delito contra el medio ambiente -¿cuántos decibelios tendría que alcanzar un orgasmo para que a los del 2º 4ª les precinten el local?- pero lo que puedo decir es que hay ruidos que lejos de causar trastornos físicos o psicológicos pueden llevarte de la mano a insospechadas formas de excitación. La experiencia del voyeurismo acústico -si me permiten la expresión- puede ser un aliciente en momentos de soledad pero si se practica entre dos, los posibilidades son infinitas. Así, la insomne pareja puede ponerle cara a las voces, descubrir juntos que los gruñidos oseznos son de la pareja que tiene aquel perro enano, imaginar que los agudos pertenecen a la vecina que da clases de piano o que la que dice "así, así, así" es la madre soltera que fuma porros y no habla con nadie. El único inconveniente es, claro, que la curiosidad de uno de los dos lo lleve a subir o bajar algunos pisos y a terminar liado con "ese tío que oíamos follar durante horas". Rob, en Alta fidelidad, pobre.

Como sea, dentro del variopinto panorama del sexo polifónico en dolby surround los más afortunados son los habitantes de barrios colonizados por juveniles estudiantes de orgasmus, vulgo Erasmus, o por inmigrantes agrupados en asociaciones tipo brasileña-senegalés, irlandés-jamaicana, cosas así. Yo vivo en un barrio geriátrico y el único ruido nocturno que suelo escuchar son los gritos de una vecina loca pidiendo que alguien apague una máquina que no existe. Pobre.

MARCOS BALFAGÓN
MARCOS BALFAGÓN

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