Mao y el batelero de Aldán
No lo puedo evitar. Sueño con medallas. Metales preciosos, ramos de flores, chocolatinas que muerdo y saben a jade y, por supuesto, chinitas de ojos rasgados (no puede ser de otra manera esto del racismo, entiéndanme) y dentadura perfecta (¿por qué son tan crueles estos maoístas que cambiaron a la niña fea de la inauguración?) bajo la efigie del Gran Timonel.
Disputo insomnes partidas de badminton y ping-pong, leves como plumas de ganso, levanto pesas ante la mirada atónita de los forzudos georgianos invadidos por los rusos (¿no hay quién le tosa a Putin, o qué?), en la playa no veo sino sudorosos cuerpos saltando sobre la red y arrojándome arena (no sublimen, no hay brasileñas por Rianxo) y gimnastas rumanas de plastilina en el salpicadero del coche. Nado como un batracio para ver la panza de Phelps y su careto de Baltimore otra vez subiendo a lo más alto del podium, escucho himnos de melancolía eslava, repaso países que me parecían imaginarios o leyendas de piratería (las islas Cook, Barbuda) y, por encima de todo y sobre todo, estoy asombrado de que un país de casi 1.300 millones de seres humanos sea un ejército disciplinado, un ejército de terracota, prisionero de su memoria como quiso evidenciar Yang Zhimou en la inauguración (pólvora, papel, alfabeto) y ansioso de futuro (esa polución del cielo, síntoma inevitable de la corrupción moderna).
El mundo conoce ya el poder temible de la gran potencia y que nadie se asombre de sus logros
Es viernes, estamos en Pekín pero podría tratarse de Corcubión, es la noche más larga y Nadal pide otra vez la toalla para secarse el sudor de la frente (justa forma de ganar el paraíso), pero quien lleva la bandera es un muchachote de Aldán que se coronó de olivo en Atenas (las Olimpiadas nunca deberían cambiar de lugar) y ahora parece que opta otra vez al brillo y a la gloria y yo pienso si después de tanto mendigar para seguir remando entre las bateas de la ría (de algo tendrá que vivir el batelero) tendrá su justo premio en ese canal que parece un pozo, una acequia de aguas muertas. Y con cierta gloria de pequeño país (no tan pequeño como San Marino o como Barbados), ahí está David Cal encarnando el sueño apolíneo de los gallegos que compiten en la batalla de los mundos, Poseidón remando al viento en esta Guerra de las Galaxias donde los chinos quieren volver a construir una Gran Muralla avasalladora con el resto del mundo (tienen ya de todo, aunque algo me hace sospechar: en el país de las bicicletas no tienen ciclistas competidores, y no sé tampoco cómo están en cuanto a la producción de mejillones por habitante, que ahí seguro que también les mojamos).
Era Napoleón quién afirmaba hace 200 años que el gigante estaba dormido y que el mundo temblaría al despertarse, pero ahora después de los fuegos de artificio de la inauguración (qué envidia de fogueteiros) ya el mundo conoce el poder temible de la gran potencia y que nadie se asombre de sus logros en el medallero con su traducción simultánea a la brutal represión en el Tíbet, a la feroz lucha contra los disidentes, a la caza del internauta, del drogota, del gay, o a la incalculable emisión de partículas tóxicas al espacio (el pobre Gabreselaise no ha podido participar en los juegos, imagínense).
Los chinos han sacado definitivamente el dragón a pasear, aunque usted y yo los vea al frente de sus negocios ultramarinos y de textiles, en su pueblo o el mío, sorbiendo fideos y viendo infinitas producciones made in Hong Kong, vendiendo al mundo esa cara oculta detrás de la muralla, comercio barato que tiene como todo lo oriental el ying y el yang: uno la democratización de los bienes de consumo como le gustaba a Mao, y dos, la abolición de las leyes del trabajo y la competencia, como le gustaría a Sarkozy.
El simbolismo puede seguir hasta Confucio (ojo, en Galicia teníamos también un sabio achinado llamado Ben Cho Sey) y no pararíamos de extraviarnos en ese ideograma que siempre arrojará una respuesta distinta a la esperada. En cualquier caso que la fuerza acompañe al batelero de Aldán y que el Dalai Lama nos coja confesados. Mientras, unos versos del gran poeta chino Mao Tse-Tung para seguir soñando con el sendero luminoso: "Si el cielo tuviera vida también envejecería / para el hombre, el mar del ayer es hoy un campo de moras".
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