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Columna
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Gardiner o la perfección

Ha finalizado el festival Via Stellae de música de Compostela y sus Caminos. El cambio de la égida de la antigua Consellería de Cultura -patrocinadora de un olvidado festival de saldos musicales de temporada- a la de Innovación e Industria, siempre bajo los auspicios del Xacobeo, le ha sentado bien. Cuando inició su andadura, nadie hubiera pronosticado que en apenas tres años Via Stellae se consolidaría como un escenario de referencia de la música barroca. La interpretación del barroco está en revisión permanente y cada temporada surgen nuevas propuestas, audaces e iconoclastas, como ésta de interpretar los corales y misas de Bach sin más coro que el formado por los propios solistas, que produce versiones radicalmente diferentes de aquellas a las que nos tenía acostumbrados Helmuth Rilling, quien a su vez revisó las canónicas lecturas de Karl Richter. Bienvenidas sean, y con ellas las incursiones en el repertorio contemporáneo con esa hijuela apellidada 20/21.

El festival 'Via Stellae' ya tiene un público propio, notablemente joven y cosmopolita

A lo largo de tres semanas hemos tenido innumerables ocasiones para apreciar la música, la arquitectura y el arte, tanto en la sede compostelana como en los relevantes excursos. Imposible asistir a todo, por el número y frecuencia de los conciertos, y también por la limitación del aforo, rebasado en la mayoría de las ocasiones. El festival tiene ya un público propio, notablemente joven y cosmopolita, como corresponde a este tipo de citas estivales. La organización ha tenido el buen sentido de dar entrada libre diez minutos antes del inicio de la representación, evitando el espectáculo de las localidades de protocolo vacías, que suele ser habitual en estos eventos.

Ha habido, como es natural, algún problema, debido en general a circunstancias de espacio. Dos casos extremos, uno por seco y el otro por reverberante, son el Salón Teatro, poco adecuado, en términos de acústica, para el magnífico recital de chelo y clave que protagonizaron Steven Isserlis y Richard Eggar, y la iglesia de Bonaval, bajo cuyas bóvedas el Beethoven de Andrea Marcon y la Real Filharmonía se perdió en una amalgama indistinguible de sonidos.

Pero han sido más, sin comparación, los momentos memorables, como el ciclo del Viaje de Invierno de Schubert que en una tarde de canícula interpretó Florian Boesch en el paraninfo de la Universidad; setenta minutos de comunión estética entre un público reverente y el magnífico barítono, acompañado por Roger Vignoles, en una sala cuidadosamente rehabilitada, aunque no menos incómoda que el mismísimo teatro de la ópera de Bayreuth; o el concierto de obras de John Cage para piano preparado que ofreció Nicasio Gradaille en la iglesia de la Compañía.

Es un lujo asistir al desfile de figuras tan relevantes, algunas ya habituales, como los Músicos del Louvre de Marc Minkowski y el Jardín Armónico de Giovanni Antonini, o a la presentación mundial del Magdalena Consort. Todos ellos imprimen a este festival su carácter diferencial. Pero no hay que olvidar la cara oculta del éxito: la labor extraordinaria de José Víctor Carou, director artístico, y de Beatriz Padín, coordinadora técnica.

Más allá de la división de opiniones entre estilos y modos interpretativos, entre una u otra página del programa, en una cosa ha habido unanimidad: el momento culminante fue la jornada inaugural. La actuación de John Eliot Gardiner y el coro Monteverdi en San Martín Pinario fue uno de esos raros momentos donde se alcanza la experiencia de la perfección. Sensacional comienzo desde el coro alto, con un motete de Francisco Guerrero que inundó el imponente templo benedictino de resonancias sobrenaturales. No se puede pedir más. La conjunción de las voces, la impecable afinación, la dirección magistral, en el escenario de orfebrería barroca de los retablos de Fernando de Casas a la luz del sol poniente que entraba por la linterna, plasmaron ante el público suspendido la vivencia del placer estético inefable, la sintonía perfecta de la música y la arquitectura. La belleza existe, y de ella hay que hablar. Este clima de entusiasmo no decayó hasta la clausura, la esperada actuación de la orquesta de cámara Mahler con un Daniel Harding pletórico, efectista, marcando planos sonoros muy contrapuestos, que alcanzó el clímax en el concierto para violín en re mayor de Chaikovski, con el que Janine Jansen sedujo al auditorio y a la crítica por su perfecta técnica y su romántica expresión.

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