¿Alguien tiene hora?
Hoy me había sentado delante del ordenador con la intención de descifrar el calendario del baloncesto olímpico. Mi idea era comportarme como un periodista responsable. Así que tiré de papel y lápiz con la esperanza de obtener como resultado una elegante tabla con fechas, horas y partidos. Al cabo de 30 minutos, me había bajado un media player, había calculado cuántos miembros del equipo griego tienen un apellido terminado en is (75%) y me había tragado un especial sobre voleibol de playa sin luces. El papel, sin embargo, seguía estando en blanco, a excepción de un pequeño + 14, que indica la diferencia horaria entre Kansas City y Pekín.
Resumiendo, lo que tenemos es un buen follón, al menos en lo que se refiere a la dificultad para ver y, por ende, para comentar. Por eso no voy a fingir que seré capaz de ofrecer un análisis juego por juego. Me doy cuenta de que escribir sobre cómo voy a escribir es, en el mejor de los casos, cabreante y, en el peor, parecido a esos momentos en las películas en los que los personajes hacen comentarios sobre otras películas, como si intentaran inducir a la audiencia a creer que en cierto modo no está viendo una película. En otras palabras, despreciable.
Por eso, aunque España y Grecia van a caer dentro de pocas horas, no voy a escribir acerca de mi lealtad hacia Panagiotis Yannakis, que fue mi segundo entrenador profesional cuando jugué para un equipo llamado Panionios en Atenas. (Esa lealtad es un poco inexplicable, ya que Panionios me debe una bonita suma de dinero que no va a pagarme jamás).
Para mí, el baloncesto es el deporte olímpico más apasionante porque conozco a muchos de los jugadores. Como ya he mencionado antes, desde que me licencié en la Universidad he jugado para 234 equipos profesionales. Esos equipos estaban diseminados por todo el mundo. Gracias a mis viajes, he acumulado un buen número de sellos en el pasaporte y algo más que mi ración de sinusitis de origen ruso. También he conocido a algún que otro jugador de baloncesto. Resulta divertido ver a esos jugadores en el escenario más grande del mundo, haciendo lo que mejor se les da. Y eso, si son europeos, probablemente sea hacer gestos de exasperación con la mano cuando están cerca de los árbitros.
Si consigo averiguar cuándo se emitirán estos partidos en la televisión, tendré la ocasión de contemplar a mi amigo Chris Anstey, un australiano con el que jugué en Rusia. Y a Federico Kammerichs, al que me he enfrentado varias veces mientras estaba en España. Y a Rudy Fernández, quien, a pesar de caerse demasiado, ocupa un lugar muy especial en mi corazón porque se entrenaba con nosotros cuando tenía 16 años y yo jugaba para el DKV Joventut.
Siento una especial curiosidad por ver al equipo nacional chino. Una de las paradas más extrañas durante la montaña rusa de mi carrera fue con un equipo chino profesional que estuvo concentrado en Los Ángeles.
El equipo jugaba en una de las Ligas de Segunda estadounidense porque había sido expulsado de la Liga profesional china. El propietario, un personaje bastante extraño que tenía pasión por las chaquetas de golf, llevó el equipo a Los Ángeles para mantenerlo unido con la esperanza de que algún día les readmitieran en China. Yo fui uno de los dos estadounidenses contratados para proporcionar cierta apariencia de liderazgo. Fracasé en esta misión, ya que mi cerebro era incapaz de asumir el hecho de que las sustituciones se realizaran por teléfono, desde China, con un ayudante del entrenador sentado en las gradas y describiéndole la acción al mencionado propietario. Me despedí después de tres semanas.
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