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las buenas compañías | teatro
Columna
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UN CHISTE

Hace poco más de un año pasé una semana escuchando a uno de los hombres más divertidos que he conocido. La gracia (y no me refiero aquí a la religiosa) es un don extendido en España, con sus distintas variantes regionales y modismos de acento. Sospecho que el de Rafael Azcona no era un humor logroñés, ni madrileño. No sabría yo reducirlo a un país distinto al del genio. Pero Azcona tenía un talento más, que no todos los graciosos poseen: saber contar. En aquella semana de Almería, acompañado de otros amigos suyos también muy brillantes y dicharacheros, Azcona deslumbraba como narrador. Es tan difícil contar bien los lances cómicos, las anécdotas guardadas en la memoria, los chistes. Tuve la suerte de tratar y escuchar a García Hortelano, a Benet, a Cabrera Infante, otros tres grandes contadores. Azcona, que por desgracia no tardaría en seguirles al lugar donde no hay palabras, trataba la materia oral con el mismo aparato escénico y sentido del ritmo verbal que aquellos magníficos escritores. Les superaba, sin embargo, en el trazo ligero: antes de convertirse en novelista y en el mayor guionista del cine español, Azcona había dibujado entre 1952 y 1958 cientos de chistes gráficos en La Codorniz.

No todos los relatos que le oí en esos pocos días a Azcona pueden contarse. Uno trataba de hostias consagradas halladas debajo de una cama en casa de Gonzalo Torrente Ballester y distribuidas en comunión por el Padre Jesús Aguirre, antes de ser un Alba, a un grupo de escritores allí reunidos informalmente; rodeado de cristianos, García Hortelano fue el único en no mezclar el gin tonic con la sagrada forma. Mi favorito es la paradoja que Azcona le oyó a un gallego de bastante edad y aspecto humilde entrevistado a la salida de un concierto de música clásica. ¿Le había gustado? El hombre, después de larga duda, contestó al periodista: "Si le digo la verdad, le mentiría".

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