"Resolver un caso así no te alegra"
El comisario Miguel Rodríguez Durán respalda la lucha de la familia Cortés
A las diez de la noche del 13 de enero, cinco horas después de que la niña Mari Luz hubiera desaparecido cuando iba a comprar chucherías al quiosco de su barrio, el comisario Rodríguez ya sospechaba que la historia difícilmente tendría un final feliz. No era la primera vez que se enfrentaba a un caso similar. Era inspector en Jerez en 1981 el día en que la pequeña Mari Carmen Merchán se perdió; costó cinco años apresar a su asesino en una cueva de Cáceres.
En esta ocasión pasaron 54 días hasta que el cuerpo de Mari Luz, una gitanilla de cinco años, apareció en la desembocadura del Tinto y el Odiel. Dos meses de búsqueda febril: policía, bomberos y voluntarios removieron marismas y vertederos, siempre con el aliento de las cámaras de televisión en la nuca. Huelva y España se sumieron en la ansiedad, con continuas manifestaciones de apoyo a la familia de la niña y taquicardias de madres de todo el país ante el rumor de que una banda de raptores recorría la Península; Madeleine y Mari Luz serían sus dos primeras víctimas.
Hace 20 años, el investigador se había enfrentado ya a una desaparición similar
La atención mediática desencadenó una lluvia de falsos testimonios, muchos bienintencionados, otros no, como el del falso raptor al que la policía detuvo al intentar cobrar un rescate. "Vivimos bajo un estrés terrible", recuerda el comisario en su despacho de Huelva.
El policía habla con voz pausada. Sobre su mesa descansa un manual para dejar de fumar. "Buen libro, pero volví a caer": no todos los momentos son apropiados para renunciar al tabaco. Los cigarrillos se consumen intactos en el cenicero. Los aplasta contra el fondo de cristal a medida que recuerda. "Resolver un caso así no produce alegría. La satisfacción de saber que se ha hecho todo lo posible es inexistente comparada con la amargura. Después de detener a Del Valle no hubo ni una cerveza con los compañeros".
Cincuenta y cuatro días viviendo dentro de un drama tan cruel que parecía pergeñado por el cerebro de un escritor enfermo: las pistas falsas; el cadáver que aparece justo cuando había renacido la esperanza de un secuestro con final feliz; después, la detención de Del Valle, vecino de los Cortés, y, como puntilla, la noticia de un error judicial sin el que el sospechoso estaría en prisión por abuso sexual, y la niña viva.
Comunicar a Juan Carlos Cortés, el padre de Mari Luz, que el cadáver había aparecido fue el momento más duro de la investigación. Todavía conservaba esperanzas, "como cualquiera con hijos". Rodríguez Durán tiene tres. Los dos varones son policías.
A los pocos días, Del Valle fue detenido en Cuenca y comenzó un trabajo ingrato: protegerlo de la ira de sus vecinos. Siempre había sido el principal sospechoso; la policía sabía que la niña había pasado frente a su casa, y tanto él como su hermana y su mujer presentaban un perfil perturbador... pero sin cuerpo no había pruebas. El día en que Del Valle compareció esposado en el juzgado de Huelva, los agentes tuvieron que emplearse a fondo para evitar el linchamiento. "Es parte del trabajo", se encoge de hombros el comisario con un deje de cansancio.
Tiene 59 años, le quedan sólo cuatro para la jubilación. En su pared cuelga una condecoración por evacuar el garaje de un centro comercial de Zaragoza minutos antes de que estallara un coche bomba de ETA. Dice que pasaba por allí, y que el terrorismo es lo único tan devastador como la muerte de un niño.
Del dolor comprende todas las categorías. Respalda la lucha de la familia Cortés por endurecer la ley: "Es razonable y necesaria una mayor coordinación entre los órganos juiciales y los cuerpos de seguridad". Medita unos segundos y añade que también se compadece del calvario del juez Tirado, al que los Cortés persiguen por el error que permitió que Del Valle se encontrara libre el día en que Mari Luz salió a por palomitas.
No cree que haya grandes dificultades para condenar a Del Valle. El ciclo debe cerrarse: todos necesitan una sentencia firme, aunque sabe que no traerá el consuelo. "Es cierto que la rutina te va aliviando", dice, y eso tampoco le tranquiliza. "Cosas así no tienen que ocurrir; si pasan es un fracaso. Ha sido culpa de todos por no haber podido prevenirlo". No hay consuelo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.