Son Sant Joan, el no-lugar
El escritor Agustín Fernández Mallo vive un 1 de agosto en el caótico aeropuerto de Palma
A vista de pájaro o de Google Earth, el aeropuerto de Atlanta dibuja una forma de doble peine; el de Seúl, una forma de casco alienígena con antenas; el de Orlando, una silueta de cazabombardero; el Charles de Gaulle de París, una curva sinusoide en un espejo; el de Milán, un perro chihuahua; el de Dallas, el contorno de medio casquillo de bala; el JFK de Nueva York, el combate entre dos superhéroes construidos con Tente; el otro de Nueva York, Laguardia, una cabina telefónica con el teléfono colgando; pero el aeropuerto de Son Sant Joan, en Palma de Mallorca, a vista de Google Earth no tiene forma de nada, no es posible asignarle un émulo, un símil, y ahí radica su inquietante naturaleza: el no-lugar más no-lugar de todos los no-lugares.
Es mentira que los turistas sean todos iguales, el turismo es un arte
Un anciano que perdió a su grupo se tiró día y medio solo por los pasillos
Todos los 1 de agosto pasan por ese aeropuerto más de 200.000 personas, el día con más tránsitos del año de todos los aeropuertos españoles, y casi de Europa. Estoy sentado en Llegadas, ante unas puertas automáticas de doble hoja que realizan sin parar un movimiento de izquierda a derecha, chas, chas, chas, chas: recuerdan tanto a los precisos impulsos de una cadena de montaje como a las bacaladeras, esas maquinitas que aún hay en algunos comercios para pasar la tarjeta de crédito. Chas, chas, van llegando turistas.
Llama la atención la poca uniformidad de los diferentes grupos, es mentira que los turistas sean todos iguales, el turismo es un arte, sólo que muy especializado, no comprensible a la ingenua mente moderna. Salen unos con trombones y contrabajos, la bacaladera -chas, chas- por poco le pilla a uno el clarinete. Son muchachos con camisetas estampadas, exhiben diferentes iconos de ciudades culturales europeas; no sé qué vienen a hacer a Mallorca, les han dicho a sus padres que aquí abundan los conciertos en verano; deduzco que las fundas de los trombones van llenas de otra cosa.
De repente, me asusta la metálica voz de la megafonía, auténtica representación de una deidad que sabe idiomas. Las chicas que ahora salen, en chanclas y biquini, arrastran grandes maletas para pasar el verano, y ni se inmutan ante las advertencias del dios del megáfono, para ellas lo sagrado va en esas maletas de colores que conforman la bandera de un país de preservativos de esos mismos colores. Oigo que hacen bromas en italiano y dicen mirando a una máquina que expende sándwiches envasados: "Tapas, tapas".
No entiendo si esas chicas ya salieron de Nápoles en biquini y chanclas, o si cambiaron de indumentaria en el avión. Parece que los visitantes más jóvenes se organizan por estricto sexo: mujeres u hombres, de lo que se deduce que la mezcla tendrá lugar en algún garito de la isla. Se observa también que las chicas emergen de la bacaladera más sudadas que los chicos. Eso es un misterio. A mi izquierda, un verdadero surtido Cuétara de británicos de clase humilde lleva un buen rato parado, sentados sobre una especie de baúles con pegatinas de equipos de fútbol; escuchan una música que sale a todo volumen de un radiocedé. Esperan a alguien, posiblemente a otro grupo, o posiblemente han venido sin hotel contratado y decidan quedarse unos días en la terminal de Llegadas; son veteranos y saben que más allá de la segunda puerta todo es desierto.
Ahora la bacaladera -chas, chas- deja pasar a una señora, diría que danesa, vestido blanco, zapato alto, gafas de sol sobredimensionadas y un trasportín en el que veo el brillo aéreo y fatigado de los ojos de un gato; nadie la espera. Y es que, al contrario que en otras fechas, no hay gente aguardando a los que llegan, no hay familiares, amigos, novios o novias, los afectos quedan borrados este día, únicamente hay lugar para un revuelto de carne y colores, pienso de repente en un primitivo Internet, una sobresaturación de inputs sudados y sin ordenar, mensajes que no alcanzan la categoría de información, y quizá ahí radique la grandeza de cualquier infierno estival: no hay quien le ponga puertas, cortafuegos o virus. Sólo touroperadores con carteles escritos a mano le dan a Llegadas una dirección coherente, un vector falsamente acogedor. Y es que esos turistas, antes de emerger a este lado del mundo, posiblemente habrán tenido que recorrer los varios kilómetros de pasillos vacíos que median entre el avión y esta bacaladera.
En ocasiones, la gente mayor se pierde, da vueltas por un laberinto para terminar atontados, desorientados, sin iconografía clara ni publicidad que les conduzca a la luz. Dos cosas llaman la atención de este aeropuerto: 1) que los ventanales sean grandes triángulos, figura geométrica proscrita en la arquitectura contemporánea por innecesaria y excesivamente simbólica, y 2) sus desproporcionadas dimensiones, directamente proporcionales al grado de vaciamiento. Importantes aeropuertos como el de Los Ángeles o Las Vegas parecen de juguete al lado de Son Sant Joan, así nos hacemos la ilusión de que la isla es más grande.
¿Ven, ven lo que decía? Ahora sale un cochecito eléctrico con miembros del equipo sanitario atendiendo a un anciano, hablan de falta de líquido, de cansancio, no sé. Me dirijo a una enfermera en cuya chapa de identificación pone Elisa, me dice que el anciano llevaba día y medio perdido en los pasillos, hasta que se sentó en el suelo y pasó la noche sin ropa de abrigo; lo encontraron unos maleteros. El frío, producto del aire acondicionado, le ha afectado, pero no irremediablemente. El anciano se queja, dice que perdió a su grupo y que ni en invierno en Zamora ha pasado jamás tanto frío.
La bacaladera sigue escupiendo carritos a rebosar de equipajes, carritos que sólo se diferencian de los de la compra a principio de mes en que los bultos no exhiben marca comercial alguna. En este aeropuerto, tan calvinista, hasta las maletas carecen de pegatinas, de publicidad. Pero eliminar la publicidad en un espacio público equivale a eliminar toda brújula.
Me despisto un rato, e irremediablemente me viene a la cabeza aquel dandi llamado Baudelaire. Si viviera hoy elegiría todo esto como su hábitat natural: el nuevo espacio de trabajo de los dandis ya no son las ciudades, sino los aeropuertos, así que me encamino hacia el chiringuito-cafetería que está cerca del puesto de la Guardia Civil. Me siento en un taburete, no tarda en llegar un hombre maduro, pelo gris, gomina o agua, no se sabe. Se sienta dos taburetes más allá, pide cerveza con limón, comenta con el camarero que la cerveza a pelo está bien, pero que si hay alguna presa a la vista pide cerveza con limón, que queda mejor, es menos agresivo. Ambos se giran para observar una fila de rubias y casi rubias llegadas directamente de Manchester, celebran la despedida de soltera de la que, delante, grita enfundada en un bañador rojo y lleva diadema de conejita Playboy. El dandi les anuncia: "Tenemos chopitos, bocata-tortilla, tenemos de todo".
De pronto -chas, chas-, la bacaladera escupe varias familias típicas de la antigua Alemania del Este: cuatro niños, tatuajes, pantalón pirata y camisas abstractas hasta en los colores, caminan con la sonrisa de quienes han tenido que ahorrar mucho para pasar 15 días en el paraíso al menos una vez en la vida. Fuera, bajo la sombra que arroja una pérgola gigantesca, propia de Las Vegas, varias típicas familias de alemanes del Oeste (dos niños, un perro, la madre de blanco ibicenco y joyas rústicas y el padre de riguroso negro y chanclas de marca), esperan el taxi con la satisfacción de quienes tienen en Mallorca su segunda residencia.
Ahora el dandi deja la cerveza a medias, se va a hablar con un touroperador, a ver si se entera dónde se hospedan las rubias de la despedida de soltera. Llegan los de la tele, algún famoso ronda la bacaladera. Varios hormonados con piercing se levantan de un salto.
Me encamino a Salidas; para ello tengo que tomar un ascensor lateral que nadie toma y que me subirá un piso que en realidad son tres a través de una columna semitransparente. Es como subir por un recipiente de fluidos inmiscibles: abajo queda el agua, confusa pero fresca; arriba flota, pastoso, un aceite en estado vegetativo. Dormitando sobre sus maletas, un grupo de chicas rumian el balance de una despedida de soltera.
Familias de alemanes sorben manzanilla en termo y devoran sándwiches que traen preparados de su segunda residencia. Los muchachos ingleses de clase humilde han cambiado sus camisetas del Liverpool por unas del Barça hechas jirones. Las fundas de los contrabajos de unos jóvenes concertistas presentan churretes 100% ginebra. Una famosa simula que no tiene un tacón roto. El gato de una danesa emerge del escáner del control policial con el típico brillo en los ojos de quien piensa "Uff, salvado un año más". Sólo el dandi nacional conserva un engominado impoluto, toma una cerveza sin limón y le dice al camarero: "Misión cumplida".
Agustín Fernández Mallo es autor de la novela Nocilla Experience y del poemario Carne de Píxel.
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