Ojos que gritan al otro lado
En el que quizá fuera uno de los primeros trabajos que realizaran juntos, Mauricio Dias (Río de Janeiro, Brasil, 1964) y Walter Riedweg (Lucerna, Suiza, 1955) permanecieron en Lapa, un barrio de la capital brasileña, trabajando con los niños de la calle. Hacían moldes de cera de las manos y los pies de estos chicos abandonados a su suerte y filmaban esta labor que era a la vez intento de acogida y materialización de la existencia de aquellos a quienes se les niega incluso la identidad. Nueve años después, en 2003, al regresar a Río, comprobaron que más de la mitad de aquellos niños habían sido asesinados. La videoinstalación Devotionalia recoge aspectos de aquella primera iniciativa e informes sobre las masacres realizadas en el barrio. Emplean alternativamente noticias de prensa, testimonios de los supervivientes y opiniones de expertos. Unen a todo ello entrevistas a nuevos chicos de la calle: por qué y cómo los abandonaron (o se fueron), cómo viven, qué sueñan, qué los amenaza y si son de ello conscientes.
Devotionalia es un buen preludio para hablar de una muestra como Lugares comunes. Compuesta por obras con una decidida voluntad de denuncia, cada pieza, sin embargo, tiene un enfoque conceptual diferente que no se traduce sólo en cuestiones formales sino en alternativas de discurso e incluso en el papel del autor. El arte comprometido de otras épocas elaboraba iconos o narrativas que sugerían o mostraban un estado de cosas. El vídeo, hoy, no puede satisfacerse con tal opción, sino que debe sacar a la luz lo que normalmente se silencia. La célebre oposición Vt/Tv (videotape frente a televisión) condensa adecuadamente este quehacer del vídeo, dar voz a los sin-voz y rostro a quienes no lo tienen, frente a la imagen pública, televisiva, que simplemente los ignora. Pero este quehacer del vídeo, por resuelto que sea, debe afrontar al menos dos problemas: cómo relacionarse con el otro, sin paternalismo ni instrumentalización ideológica, y con qué imágenes, lenguajes y discursos hacerlo patente. Dias y Riedweg optan por un contacto directo que va más allá de lo pedagógico y potencia la presencia de los protagonistas, dando a todo ello como contexto discursos institucionales (la prensa, el experto). La doble pantalla y las diferencias del ritmo facilitan la compleja narración.
Yoshua Okón (México, 1970) actúa en otra dirección. Actuando como un performer, anima a los habitantes de Santa Julia, un barrio de Ciudad de México, a adoptar actitudes primitivas que recoge, adoptando el papel de un falso etnógrafo. Los tres canales del vídeo señalan planos cada vez mayores de las diversas acciones que, con carácter casi ritual, se refieren al sexo, la agresividad o el alimento. El resultado es una acción colectiva, sin duda catártica, en la que el falso primitivismo es ácida metáfora de la marginación que han creado los adalides del neoliberalismo.
Frente a los papeles revestidos por Okón, René Francisco (Holguín, Cuba, 1960) toma un camino más simple; este profesor y artista (que también dibuja y pinta) acudió al barrio El Romerillo, en La Habana, preguntando qué persona era a la vez más solidaria y más necesitada. Todos señalaron a una anciana, Rosa, y Francisco terminó en la cuadrilla de albañiles, pintores y fontaneros que convirtieron la casa de la mujer en un lugar habitable. En un sentido diferente, Javier Téllez (Valencia, Venezuela, 1969) realiza con los pacientes de un centro psiquiátrico de Colorado una versión de Edipo rey convertida en western.
Alexánder Apóstol (Barquisimeto, Venezuela, 1969) opone dos caras de la avenida del Libertador de Caracas: el dinamismo diurno de esta vía rápida (múltiples carriles, dos niveles, murales del arte óptico venezolano de los cincuenta) contrasta con sus noches, cuando es punto de cita de travestidos que dicen ser los auténticos artistas de la avenida.
En la pieza más dura y quizá la más estricta de la muestra, Juan Manuel Echavarría (Medellín, Colombia, 1947) recoge a campesinos que lograron evitar ser asesinados por alguno de los grupos violentos de Colombia. Cuentan su dolor, lo cantan, en rigurosos primeros planos, con canciones compuestas por ellos mismos. La obra tiene la claridad del testimonio y el dramatismo del ceremonial. El título, Bocas de ceniza, alude a la desembocadura del Magdalena, donde aparecen con demasiada frecuencia cadáveres sin nombre.
En el trabajo de Jennifer Allora (Filadelfia, 1974) y Guillermo Calzadilla (La Habana, 1971, formado en Puerto Rico) los marginados no son personas sino territorios, los de una hermosa isla, Vieques, rota y clausurada por el uso militar que le dio Estados Unidos. Los autores la abordan en una mesa flotante y la recorren en motocicleta. Una trompeta fijada en el escape quiere devolver a la isla perdidos sones de salsa.
Return, de Miguel Ángel Ríos, parece resumir la muestra. Ríos, un argentino que marchó a México poco antes de iniciarse la brutal dictadura militar en su país, elabora una imagen de la acción humana en cuanto logra estimular otras acciones. Buen conocedor y practicante del minimal art, sugiere esta idea mediante un rítmico baile de peonzas.
La denuncia de la violencia o la marginación, cuestiones relativas a la identidad cultural o sexual, o el valor del cuerpo son aspectos presentes en la muestra y recurrentes en el vídeo latinoamericano. Éste, sin embargo, es más amplio y sus preocupaciones más variadas. Así se advierte en los trabajos de diversos autores editados recientemente por Laura Baigorri en su reciente libro Vídeo en Latinoamérica. Una historia crítica.
Los inicios no fueron precisamente uniformes. En Argentina, uno de los países pioneros, el punto de arranque fue la experimentación de la interactividad del medio conectada a ciertas inquietudes del arte conceptual; en Brasil, el vídeo contó con el interés de autores como Helio Oiticica o el español Julio Plaza, que indagaban la relación entre arte y tecnología; en México, fue importante el apoyo de la Universidad Autónoma y la obra y la docencia de una artista tan singular como Pola Weiss.
Pero tanto en estos países como en otros con inicios más difíciles, lo decisivo es el atractivo que el vídeo ejerce sobre autores de distinta edad y orientación. Aparece como un arte polivalente y relativamente libre. Incorpora, en efecto, diversos lenguajes (del documental a la performance) y distintos recursos (del collage a la imagen poética), mientras que su evolución técnica -cámara manual, montaje por ordenador- parece garantizar elaboración y producción independientes. La aparición de internet sugiere además una distribución autónoma: autores hay, señala Lucas Bambozzi, que prefieren editar en baja resolución para garantizar la difusión de la obra en la red. Se compensaba así una antigua frustración: la resistencia de la televisión para emitir vídeos. Sólo ciertos activistas hispanos lograron, en Estados Unidos, llegar a la antena de algunas emisoras independientes.
En este mapa tan variado han sido decisivas las exposiciones, bienales o concursos que en casi cada país han promovido la presencia pública de los autores nacionales y el intercambio con otras iniciativas latinoamericanas, así como la apreciación de cuanto se hacía en América del Norte o Europa. Esto ha propiciado la emigración y la diáspora. Gilles Charalambos llega a diferenciar entre un vídeo colombiano (de autores emigrados) y el vídeo (hecho) en Colombia. Pero quizá estos desplazamientos hayan fomentado el rigor reflexivo, conceptual, con que los artistas tratan el medio: han sabido sustituir el acto de narrar por el de mostrar o ver, conferir coherencia al discurso, emplear los recursos adecuados renunciando al efectismo, y abrir una amplia reflexión sobre el papel del artista.
Pese a ello, los videastas -así designan al videoartista- latinoamericanos trabajan en una clara tensión entre las aportaciones técnicas, los circuitos de distribución e incluso los lenguajes que proceden de Europa o Estados Unidos, y la voluntad de elaborar un arte propio que atienda a las diversidades culturales, reflexione sobre las formas de dominación de las periferias (con especial presencia de la violencia) y tenga en cuenta los procesos de socialización específicos de nuestro tiempo. Es una tensión fértil y no paralizadora porque hace posible plantear problemas tales como la identidad sexual, las tribus urbanas o las exigencias de ciertas minorías culturales en un contexto que evite a la vez el localismo y el horizonte de una falsa modernización.
Los distintos artículos compilados por Baigorri presentan además un amplio prontuario de autores y líneas de trabajo de interés que permiten abordar de forma más analítica cuanto se hace en América Latina. Caminos de elaboración e investigación que debieron afrontar, casi en sus inicios, las arbitrariedades de las dictaduras que clausuraron instituciones, prohibieron cualquier filmación penalizándola y redujeron esta forma de arte a la clandestinidad. Autores como el chileno Juan Downey resumen esta difícil pero fértil historia.
Lugares comunes. La experiencia colectiva en el vídeo latinoamericano. Centro José Guerrero. Oficios, 8. Granada. Hasta el 5 de octubre. Vídeo en Latinoamérica. Una historia crítica. Edición de Laura Baigorri. Brumaria. Madrid, 2008.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.